jueves, 28 de junio de 2018

La princesa cisne



La leyenda que nos ocupa la protagoniza nada más y nada menos que Oengus, a quien se le conoce por otros sobrenombres como Mac Oc, uno de los personajes más importantes de la tradición irlandesa considerado una divinidad protectora y Dios del amor que desataba verdaderas pasiones allí por donde pasaba debido a su hermosura y carácter.

Podría pues haber tenido a la muchacha que quisiera, pero él suspiraba por un amor desconocido; una joven hermosa de piel blanquecina como la nieve, largo cuello, frondosa melena rubia y ojos negros que caprichosamente se le apareció en sueños una noche cualquiera. Y a esa noche le siguió otra y otra, y nuestro Dios cada vez se enamoraba más de ella.

Día tras día, sin saber ni tan siquiera su nombre, la buscó con ahínco sin ninguna suerte, hasta que llegó un momento en el que la desesperación le hizo caer enfermo y no pudo seguir buscando. Ante esta situación la madre de Oengus, la diosa Boyne, le interrogó. Su hijo le contó lo que ocurría y ella decidió ordenar que buscaran a la doncella por toda Irlanda; así se hizo, durante un año completo sin resultado alguno.

El estado de nuestro Dios seguía empeorando por momentos, así que Boyne decidió solicitar la ayuda de otros dioses hasta que finalmente, transcurridos tres años, llegaron buenas noticias: habían encontrado a la misteriosa mujer, vivía en un lago, se llamaba Caer y era la hija del rey Ethal.

Oengus al fin sabía a quién buscaba y dónde estaba. Las buenas nuevas hicieron las veces de elixir curativo para el Dios que raudo y veloz partió en busca de la jóven de sus sueños. Y la encontró, junto a otras 150 mujeres emparejadas con cadenas de oro, pero cuando iba a declararle su amor sobrevino la tragedia: Caer se convirtió en cisne, al igual que el resto de muchachas se encontraba bajo un hechizo por el cual cuando amanecía se transformaba en cisne y volvía a su forma humana por las noches. En ese instante Oengus supo que no podría amar por completo a Caer como ansiaba a no ser que…

No lo pensó dos veces. Hincó la rodilla en el suelo, se acercó todo lo que pudo a su amor convertido en cisne y la susurró cómo había suspirado por ella todos los días desde aquél que se le apareciera en sueños; que haría lo que fuera por estar a su lado, que no le importaba nada más que ella. Todo siguió igual y los ojos del donjuán se llenaron de lágrimas hasta que de repente la pasión entre ambos obró el milagro y Oengus se convirtió en cisne.

Según la leyenda Caer y Oengus se fueron a vivir al palacio de este último y jamás se separaron, ni cuando estaban en su forma humana ni cuando mutaban en cisnes. También se decía que cuando surcaban justos las aguas transformados en cisnes emitían al unísono un precioso sonido ante el que los que lo escuchaban caían plácidamente dormidos durante tres días.



lunes, 25 de junio de 2018

Sakuntala & Duchmanta



El episodio de Sakúntala es como un extraño loto soberbio, abierto en los remansos del frondoso río de shlokas del Mahabhárata. Sakúntala es la heroína dulce, afable, confiada en los valores del amor, segura de la palabra dada por el que es su amado y su rey, altiva, sin embargo, en la adversidad, resignada en la desgracia y llena de dignidad ante el seductor que la ha olvidado. Protagonista de uno de esos meandros de undosa música que frecuentemente quiebran ondulantemente la línea recta de la acción heroica -de sangre y de horror- del Mahabhárata. Sakúntala es también heroína de un drama de Kalidasa, el Esquilo o el Sófocles de la India.

El episodio de los amores entre aquélla y el rey Duchmanta constituyen una hermosa historia, con mucho de elemento conmovedor, donde los sentimientos elevados exhalan una ética ancestral, ética que viene desde los himnos de los Vedas y de los comentarios de los Puranas a iluminar los cuadros sombríos -de ambición, ceguera y muerte- que frecuentemente presentan los "parvan" o Libros del Mahabhárata.

Maestros en la creación de grandes conjuntos los indios han formado sus obras literarias por yuxtaposición de añadidos, de carácter didáctico o ético o religioso, dentro de una primitiva trama principal. Así el Mahabhárata y el Ramayana; así la vieja, curiosa, pero sabia colección de fábulas y apólogos del Pantchatantra.

La leyenda de Sankúntala forma parte del Adi-Parvan (Libro del Comienzo) con el que se abre la acción épica del Mahabhárata. En armoniosos shlokas o versos dobles, el poeta nos muestra, en un audaz juego de ilusiones de su imaginación poderosa, el escenario del paraíso de Indra; Indra es dios del Cielo y rey de dioses menores, subordinado, sin embargo a las altas deidades de la Trimurti: Brahma, Vishnu y Shiva. Hermoso ese mundo, lleno de los acordes de los gandharvas (músicos de las deidades) y donde los cuerpos simbreantes, de un blanco luminoso de las apsaras (balladeras celestes) danzan extraños bailes para deleitar a seres hastiados de inmortalidad y de gloria. Paraíso también de los héroes de la casta Chatrya y de los bracmanes ascetas, se alza ante los ojos del indio como una meta luminosamente azul que puede alcanzarse con mortificaciones o con heroicidades, hijas todas de una vountad poderosa, voluntad que los hombres del país del Ganges y de los Himalayas han ejercitado como ningún otro pueblo sobre la tierra.

Pero el cantar nos muestra ahora a un Indra conturbado, a un pensativo Indra agobiado por recelos "sobre su trono protegido por una sombrilla blanca, desplegado sobre un mástil de oro e incrustado en pedrerías", Indra teme. Ha visto las austeridades que durante años practica el asceta solitario, Visvamitra, león de los anacoretas; el penitente terrible, capaz de realizar, en el orden del autosacrificio atroces privaciones, ha desarrollado una potencia mental que pone en peligro la propia pujanza de los dioses. Según un principio afirmado por los bracmanes, el hombre, por su propia voluntad, por la práctica del "tapas" o mortificación ascética, por un entrenamiento -aparentemente sobrehumano- de la voluntad, desarrolla una potencia espiritual que le iguala a los dioses.

Así, el "tapas" del demonio Ravana, en el Ramayana, obligó a la cuádruple reencarnación de Vishnu, en los cuatro hermanos: Rama, Bhárata, Lakshmana y Zatrughna, para que el mundo no cayera bajo el poder maléfico de aquel ser formidable.

En este episodio que ahora comentamos, Visvamitra es un ser puro, pero capaz, sin embargo, de grandes violencias; como otros anacoretas de la epopeya sánscrita; cuando se encolerizan, causan grandes daños a sus enemigos.

¿Cómo destruir las austeridades del gran Muni (o solitario)? ¿Cómo hacerlo caer víctima de alguna tentación carnal? Indra piensa en las bellezas de Menaka, la incomparable entre las apsaras. Pero la bayadera celeste, al saberse encargada de tarea que puede hacerla arrastrar la cólera del santo terrible, dice al dios:

"-¡Señor! ¡Qué misión más difícil os dignáis conferirme! ¡Exponerme a mí, criatura débil, al resentimiento del gran Muni, temido por ti mismo hasta el punto que un día, para sustraerte a sus miradas has bebido el Soma, que hace invisible al que lo liba!

Al fin, para no arrastrar la cólera de Indra, resignada ya a su tarea, solicita, al menos la ayuda de dos dioses : Vayú, el viento y Kama, el amor.

"-¡No me abandones! -le dice a Indra-. Desde lo alto del cielo guía mis pasos sobre la tierra. Dame una escolta que pueda, en caso necesario, secundar mis propósitos y defenderme. Cuando me presente delante de la ermita del anacoreta, has de suerte que una ligera brisa se levante de las espesuras que la avecinan. Has que Vayú, el dios de los vientos, alce insidiosamente los pliegues de mi túnica en tanto que Kama, dios del amor murmure a los oídos del solitario palabras tentadoras."

Tras estas seguridades, Menaka se baña el cuerpo, perfumándolo con ungüento de las deidades, corta flores de los jardines del Paraíso para hacer con ellas una guirnalda y baja a la tierra en el carro de Indra, que conduce Matali, auriga del dios.

Era un atardecer perfumado y era la primavera. Entre las voces de los pájaros distinguíase clara la del kokila, el ruiseñor de aquellas tierras de sol. El asceta, indiferente a la estación y a sus encantos, sentado, con las piernas cruzadas, ante la entrada de su gruta, meditaba en abstracción profunda.

Bailaba Menaka delante de Visvamitra, pero el asceta no miraba a la apsara. Entonces Kama dijo al oído del santo:

"-¡Fíjate en esa desvergonzada que pretende seducirte! Tú la puedes contemplar sin miedo. ¿No es tu virtud fuerte como las rocas?"

El asceta decidió soportar, entonces, ese desafío y miró a la apsara; en ese momento, Vayú, el viento comenzó a levantar la túnica de Menaka, que ésta simuló una y otra vez tratar de bajar, como si sintiese un pudor que la hacía más atrayente. Esas formas semiveladas, esa belleza sobrenatural, ese baile ideado sólo para deleite de los dioses del Paraíso de Indra hicieron primero que el asceta no pudiera ya desviar los ojos, luego que interrumpiera sus oraciones y que al fin cayera vencido por una pasión humana que creía ya muerta en él; el anacoreta tomó a Menaka, a la que el viento había, al fin, arrebatado la túnica y la colocó en su lecho, testigo de antiguas austeridades.

Hija de esta pasión fue Sakúntala. La apsara abandonó al solitario y luego, a orillas del Malini, dio a luz a esa niña. Protegida por los buitres (o sakúntas) fue luego recogida y educada por el anacoreta Kanwa. Creció ella en la ermita de éste, hermosa como las flores estrelladas que se abren en los cálidos pantanos del Ganges, de aguas cubiertas de verdor ondulado.

Pero ocurrió que el rey Duchmanta, andando el tiempo pasó cerca del lugar donde había crecido Sakúntala, ahora adolescente. Iba de cacería con su corte y vió a la hija del anacoreta y de la apsara. Enamorado inmediatamente de ella, confió esos sentimientos a su bufón, Mandhava, el cual le incitó a apoderarse de la belleza de la muchacha. Así, el monarca residió algún tiempo en las cercanías de la ermita, pretextando estar retenido por los placeres de la caza. Llegó entonces el mes de Vesakha, la época de los calores; Sakúntala, enferma también de melancolía, pues igualmente se había enamorado del monarca, había ido, acompañada de dos amigas que la abanicaban con hojas de loto, a buscar la sombra de los bambúes a orillas del Malini. Allí confesó a sus compañeras el amor que también sentía por el rey y exclamó luego:

"-¡Oh, Kama, esquivo dios del amor, cuyas armas son las flores! ¿Por qué te muestras tan arisco conmigo? ¿Por qué haces sufrir a quien con tantos sacrificios ha procurado aumentar tu gloria?"

El rey había estando acechando a las jóvenes entre los cañaverales y al escuchar la confesión de Sakúntala apareció ante ellas. Las amigas, llenas de tácita discreción, se retiraron. Duchmanta le da a Sakúntala su palabra de matrimonio; con esto la consagra esposa. Según las leyes de Manú existía entonces esta forma de himeneo basado sólo en el juramento de los cónyuges; era el llamado rito gandharva. Pero Sakúntala le impone una condición. Veamos lo que le dice y siguiendo como en otros fragmentos citados la traducción de Angel Sanblancat:

"-Escucha, oh rey, la condición que me atrevo a imponer para ser tuya: si un hijo nace de esta unión, júrame que le darás el título de príncipe heredero, y que lo harás reconocer como tu sucesor legítimo."

"-Entraré contigo en mi capital y te llevaré a mi palacio. Poseerás tú sóla la afección de tu esposo. Y tu hijo reinará sobre mis pueblos".

Los dioses son testigos de estas nupcias. Y el poeta canta la noche de amor en estos dulces shlokas sonoros:

"La noche se echa encima. Antorchas únicas de estas nupcias, las luciérnagas esmaltan los ribazos con sus verduzcas lumbres. Orquesta invisible, la brisa agita, al pasar, los bambúes de las riveras del Malini. Y entre las floridas ramas de los tamarindos el kokila suspira un aire de amor... ¿Por qué ¡ay! los reyes no gozan del derecho de hacerse hermitaños? Y el amor, mejor que todos los médicos de Hastinapura, sanó a la joven enferma".

El monarca vuelve a su capital, aunque promete llamar enseguida a Sakúntala. Entre tanto, en prenda, le deja una sortija de oro en el que está grabado su nombre.

Pero pasa el tiempo. "Los días, las semanas, los meses" -dice el poeta- "fueron transcurriendo unos detrás de otros. Ningún cortejo traspasaba los lindes del piadoso retiro. Ni una carta, ni un mensaje venía de Hastinapura. ¿Qué es lo que estaba sucediendo allí? ¿Cómo Duchmanta, que tan compungido se había separado de su amor, olvidaba tan pronto sus juramentos? Sakúntala desesperábase y cada tarde iba a llorar bajo el pabellón que formaban las lianas, mudos testigos de su desvanecida felicidad".

Así llegó el tiempo en que dió a luz un hijo. A Bhárata, en cuyas manos los dioses marcaron una rueda, símbolo del poder absoluto sobre la tierra. Cuando el niño cumplió seis años, Sakúntala decidió ir a Hastinapura para presentárselo a su padre y rey. Pero la verdad es que Duchmanta no era culpable de este olvido. En el tiempo de su locura amorosa, Sakúntala había olvidado realizar determinados ritos, por lo que, resentido, un anacoreta llamado Duvasa le había echado esta maldición: que Duchmanta se olvidaría de ella como si jamás la hubiera visto; que sólo la contemplación del anillo regalado en prenda podía recordarle a la esposa. Pero ésta lo perdió al hacer abluciones en una fuente cercana a las mismas puertas de Hastinapura.

Cuando, delante del rey, éste no la reconoció -lo que le significó a ella gran afrenta frente a los cortesanos, -Sakúntala ignotante de la maldición, dijo a su marido, en su indignada desesperanza, duras palabras:

"-¡Hombre sin honor! ¡No dejarás de recibir tu castigo, tu, que como un pozo, oculto bajo la hierba te revistes del manto de la virtud. Los dioses harán pedazos la felicidad del padre que ha renegado a un hijo que es su vivo retrato. Quiéranlo o no, este niño gobernará un día este imperio que tiene por límite al Himalaya..."

Se retiró, altiva, Sakútala con su hijo y a poco trajeron al rey la sotija encontrada en la fuente; la reconoció enseguida; estaba -recordemos- grabado en ella su nombre. Entonces el encato quedó roto y la maldición destruída. El rey recordó a Sakúntala, pero, ¿a dónde había ido ella ahora? Ordenó buscarla pero en vano: guerreros, cortesanos, mensajeros, nadie podía hallarla. Abandonando las cosas del gobierno, el monarca vagaba por sus jardines, indiferente a los goces y a los deberes, distraído en su tristeza profunda.

En este estado vino a sacarle Matali; el auriga de Indra, llegó de parte del dios, a ordenarle que le ayudara en la guerra contra los Danavas.

El héroe obedeció; subió en el carro celestial y combatió junto al dios hasta lograr la victoria, tras batallas duras en el mundo de las deidades; entonces, colmado de honores por Indra, comenzó a descender a la tierra sobre el carro celestial conducido por Matali. Pero el destino le preparaba el encuentro con Sakúntala.

El carro aéreo pasó por sobre un alto país sorprendentemente hermoso: la tierra de la perfección. En un clima siempre sonriente crecían plantas maravillosas; los bajos instintos humanos no llegaban allí.

Descendió el monarca y, andando por esa tierra, semejante a alguna de las que se adivinan entre los sueños halló a un niño que jugaba con un cachorro de león; más lejos estaba Sakúntala.

Así se restableció el amor y renació la paz en ese matrimonio.

Y un día Bhárata llegó a ser rey de la India. Sus descendientes fueron los héroes del Mahabhárata.

miércoles, 20 de junio de 2018

Dido & Eneas



Dido, hija de Muto, rey de Tiro y hermana de Pigmalión, desposó a Siqueo, sacerdote de Heracles. Al morir el monarca, Pigmalión lo sucedió. Ansiando éste hacerse con los bienes de Siqueo, dispuso su ejecución. Después, en sueños, el difunto consorte advirtió a Dido de estar en riesgo de ser la próxima víctima del homicida rey.

Acompañada de un séquito numeroso la princesa abandonó Tiro. Se estableció entonces en África, y con tan buena fortuna y prosperidad creciente, que pudo fundar la ciudad de Cartago. Su rápido progreso provocó la envidia de Jarbas, rey de Getulia, que exigió a Dido en casamiento a cambio de la no destrucción de Cartago. Dido se opuso rotundamente a la voluntad de Jarbas durante largo tiempo, hasta que decidió al fin, inmolarse en las llamas de una pira humeante. Virgilio, romano estudioso de la mitología griega, aprovechó esta tradición para relatar en la Eneida, como, al arribar azarosamente el héroe troyano Eneas a Cartago, Dido se enamoró por completo de él.

Celoso, Jarbas solicitó a Júpiter alejara de una vez al inoportuno extranjero. Eneas se liberó entonces de los pasionales ruegos de Dido por no dejarle partir y gobernar juntos la populosa urbe. Porque el deseo de la futura fundación de Roma pudo más en el alma de Eneas. Cuando el héroe partió a Italia, Dido, con el corazón destrozado, se suicidó.

La triste historia de Dido es como una flor de múltiples aromas, en donde cada uno aspira una esencia distinta pero al mismo tiempo poseedora del mismo trágico matiz.

En esta nota se propone imaginar que Virgilio ha mentido: No hubo ningún extranjero gallardo y cautivador que arribara a Cartago. No hubo seducción alguna, ni auxilio de Cupido para entrelazar a los amantes: no se dio el tierno y erótico momento en una cueva solitaria en una tarde de cacerías y de tormenta.

Nadie partió de Cartago dejándole desesperada con una ilusión perdida. Nadie. Porque tal vez Eneas sólo ha sido un sueño de la Dido acosada y sola, de la reina agobiada, de la mujer ambicionada, del ser humano hundido en la más absoluta impotencia.

Y así por lo consiguiente, Eneas, Roma, la Eneida, Virgilio, la historia posterior de Occidente y tal vez hasta nosotros mismos hoy día, no seamos más que una ilusión de amor que Dido permitió dejar fluir libre y sin control alguno, como un acto de amor incondicional y entrega completa al ser ideal que consuela y da vida, aún al quitarla.

Sin duda, cuando Jarbas ya cercaba Cartago, cuando tenía casi a la mujer deseada en su poder, mientras Dido decidía mejor entregarse a las caricias dolorosas del fuego, tuvo entonces el bello sueño de un príncipe llamado a fundar una ciudad tan relevante que a la postre transformaría un mundo, y tanto amor le inspiró ese ser precioso nacido de sus más caros anhelos, que hasta fue capaz de permitirle volar por su cuenta, para fraguar su glorioso destino.

Quizás durante su último suspiro, cobijada ya en las cenizas tibias, Dido imaginó encontrarse a su amado, peregrino por el Inframundo. Allí, en donde un Eneas lleno de remordimientos trató de excusarse ante ella por renunciar a su pequeño mundo de ambos, lleno de amor y pasión, por otro material y enorme de fama imperecedera.

El silencio conmovedor de Dido, ese silencio de despecho, de dolor, de rencor sin medida, ese silencioso alejarse hacia las sombras y a la silueta difusa de un equívoco Siqueo fantasmal, más bien podría ser, ese silencio, un ronco y mudo sollozo de renuncia y entrega amorosa sin medida.

domingo, 17 de junio de 2018

Selene & Endimion



La luna siempre ha sido objeto de admiración. Su pálida belleza y su imponente presencia en el infinito inspiran a poetas y enamorados. En la mitología griega, Selene era la diosa de la luna, hermana de Helios, el sol, y de Eos, la aurora. Selene fue protagonista de muchas historias de amor, pero su romance con Endimión fue el más profundo y su más bonita leyenda de amor.

Endimión, también de origen divino y nieto de Zeus, era un pastor de Caria. Había ocupado el trono de Elida, pero luego de ser destronaron, busco refugió en el monte Larmos y se dedicó a al campo y a los astros, enamorándose de la luna, la única compañía además de su soledad.

Todas las noches, después de realizar sus tareas diarias, dormía profundamente dentro de la cueva que le servía de morada. Pero si el tiempo era bueno, se tumbaba desnudo junto a la puerta de la cueva a dormir al aire libre. Endimión contemplaba a Selene y su corazón se nutría de un amor silencioso, hasta caer dormido.

Selene no sabía nada del gran amor que había inspirado en el pastor, pero una noche bajó a la tierra, le vio dormido y desnudo y le amó. Desde entonces le visitó todas las noches, le encontró siempre dormido, y se recostó junto a él sin despertarle. Así, dormido él y ella despierta, se amaron por mucho tiempo.

La diosa ignoraba la fascinación del pastor hacia ella, y él tampoco sabía que durante sus sueños se volvía objeto de amor de la diosa. Hasta que una noche Endimión despertó en pleno amor y se enteró de que era el amante de la diosa. Ambos se confesaron su amor secreto y la felicidad los envolvió. Pero entonces entró un temor en él, ya que había pasado el tiempo y su cuerpo comenzaba a marchitarse. Le pidió a Selene que le concediera juventud eterna con su poder divino. Ella recurrió a Zeus y éste decidió que Endimión no sufriría el paso del tiempo mientras estuviese dormido; sólo envejecería durante la vigilia.

Endimión le hizo prometer a Selene que lo acompañase siempre con él durmiera. De ese modo, él no envejecería y siempre que se despertaría feliz. Pero entonces, cuando estuviese despierto, ella no estaría.

No se conoció ni explicó un final para ninguno de los dos. El mito hace creer que Selene y Endimión continúan amándose en silencio en algún rincón remoto de la tierra.

miércoles, 13 de junio de 2018

Los amores de Helena de Troya



La bella Helena de Esparta ya había sufrido los deseos desenfrenados de un hombre irracional cuando Teseo la raptó y luego fue rescatada por sus hermanos Castor y Pólux. Cuando alcanzó la edad para casarse, su padre Tindáreo temía una guerra entre los pretendientes, por lo que –siguiendo el consejo de Ulises- convocó a todos los candidatos para un juramento que consistía en acatar la decisión de Helena y auxiliar al futuro rey si en algún momento su esposa le fuese disputada. Una vez realizado el juramento, Helena escogió como marido a Menelao, hermano de Agamenón, rey de Micenas, que, a su vez, se casó con su hermana Clitemnestra.

Mientras tanto, en Troya se llevó a cabo el Juicio de Paris, donde la diosa Afrodita le había prometido a éste el amor de la mortal más hermosa del mundo, Helena, como premio por haberla elegido como la diosa más bella. Cuando Paris visitó Esparta, Afrodita provocó que profundo amor por el príncipe troyano Paris y ambos huyeron de Esparta, sin saber que su audaz escape desataría la más legendaria guerra de la historia: la guerra de Troya.

Algunas versiones declaran que los enamorados no fueron muy bien recibidos al llegar a Troya, mientras otras versiones afirman que todos los troyanos se enamoraron de Helena y que incluso el rey Príamo juró que nunca la dejaría marchar. La única verdaderamente sabia fue la hermana de Paris, Casandra, quien gracias a sus dones premonitorios advirtió la ruina de la ciudad, pero no fue escuchada, sino que castigada y recluida en una celda.

Los espartanos sitiaron Troya por diez años. Fuera de la ciudad amurallada ambos pueblos se disputaban ya no sólo a Helena, sino el poder. Todo esto dio origen a otras leyendas, dentro y fuera del territorio, antes, durante y después de la mítica guerra: la espera de Penélope, la muerte de Héctor y la del invencible Aquiles, el gran caballo de madera, la venganza de Electra, el mito de Eneas, los viajes de Ulises, etc. Cuando los espartanos lograron ingresar a la ciudad, la saquearon por completo.

El destino de Helena varían según las fuentes. Algunas dicen que fue divinizada y enviada a los Campos Elíseos o a la isla Leuce, en compañía de su legítimo esposo Menelao.

Otras declaran que en Leuce se casó con Aquiles y de la unión nació su hijo alado Euforión. Lo cierto es que el mito de Helena ha alimentado por siempre a poetas y artistas de todos los continentes, desde la Grecia clásica hasta la actualidad.

lunes, 11 de junio de 2018

Ptolomeo & Cleopatra



La reina más famosa de Egipto y su hermano pequeño se casaron, compitieron por el trono y guerrearon.

Cleopatra Filopátor o Cleopatra VII (hacia 69-30 a.C.), última reina del período helenístico de Egipto y de la dinastía ptolemaica o lágida –fundada por un general de Alejandro Magno–, es sin duda el personaje más famoso de la antigüedad egipcia junto con los muy anteriores Nefertiti y Tutankamón. 

Su mítica belleza (aunque desmentida por algunos grabados y bustos), su astucia política, sus amores con Julio César y Marco Antonio o su suicidio por la venenosa mordedura de un áspid han sido objeto de obras de teatro (Shakespeare, Bernard Shaw), películas (la más célebre, con Elizabeth Taylor), novelas, pinturas, etc.

Mucho menos conocido es su hermano Ptolomeo XIII, pero su curiosa y trágica historia está indisociablemente ligada a la de Cleopatra. El padre de ambos, Ptolomeo XII, los nombró coherederos del trono de Egipto y así se convirtieron en reyes a su muerte en el año 51 a.C: ella tenía 18 años y su hermano sólo 12, pese a lo cual se desposaron, siguiendo el mandato del testamento paterno y la tradición de los lágidas. Claro que enseguida, por edad y experiencia, Cleopatra se hizo con las riendas del Estado y relegó a Ptolomeo a un papel de mero comparsa. Pero éste no estaba dispuesto a tirar la toalla y empezó a conspirar contra la reina.

Tratando de ganar el favor de Julio César –Roma tutelaba a Egipto por entonces y se hallaba en plena guerra civil–, el faraón adolescente hizo matar y decapitar a su enemigo, Pompeyo. La jugada le salió mal: a César le desagradó este asesinato y, además, cayó rendido a los encantos de Cleopatra, con quien inició una relación de la que nacería un hijo. 

Así, la egipcia se afianzó en el trono y su hermano pasó a ser rehén de la pareja en Alejandría. No se resignó y, apoyado por su hermana Arsinoe, desató una guerra fratricida que acabaría con su derrota a manos de las tropas de César y su muerte por ahogamiento en el Nilo, el 13 de enero de 47 a.C.


jueves, 7 de junio de 2018

La leyenda de San Valentín



La historia de San Valentín comienza a mediados del siglo III en el Imperio Romano. Los primero cristianos era perseguidos y castigados con la pena de muerte, pero eso no impidió que Valentín mantuviese su fe, quedando en la historia como el patrón de los enamorados. El Imperio estaba en crisis y el emperador Claudio II pensó que los hombres casados rendían mucho menos en el campo de batalla debido al lazo emocionalmente con sus familias, mientras que los solteros sobresalían como los mejores soldados. Por esta razón, Claudio prohibió el matrimonio de soldados.

La noticia no fue bien recibida y Valentín, un ferviente cristiano que predicaba la palabra de Dios, se dedicó a realizar las ceremonias de los jóvenes enamorados en secreto, para unirlos en sagrado matrimonio, desobedeciendo las reglas del Emperador. En cuanto éste lo supo, Valentín fue apresado, enviado a la cárcel y obligado a renunciar al cristianismo, pero la fe del cristiano se mantenía firme.

Durante las últimas semanas de su vida, su carcelero había visto que Valentín era un hombre de letras y le llevó a su hija Julia para recibir lecciones. Julia era una joven ciega de noble corazón que comenzó a ver el mundo a través de los ojos de su profesor, quien le enseñó además la fuerza de la fe cristiana. Julia sólo deseaba poder ver, por lo que Valentín se arrodillo junto a ella y sostuvo sus manos en oración. De pronto, cuentan que una luz brillante iluminó la celda de la prisión y milagrosamente Julia recuperó la vista.

Antes de ser ejecutado, Valentin le envió una carta a Julia pidiéndole que se mantuviera cerca de Dios y la firmó “De Tu Valentín”. El día siguiente, el 14 de febrero del año 270, fue ejecutado cerca de una puerta que luego se llamaría Puerta de Valentín. Su cuerpo descansa en la que es hoy la Iglesia de Praxedes en Roma, donde se dice que Julia plantó un almendro de flores rosadas para su querido amigo.

Dos siglos después la Iglesia católica recuperó la historia de Valentín para aplacar una tradición pagana entre los fogosos adolescentes y nombró a San Valentín como el patrón de los enamorados. Con el tiempo las cartas y tarjetas de San Valentín se hicieron populares y adoptaron a Cupido como figura emblemática. Cada 14 de febrero los enamorados se envían mensajes de afecto y amor firmando “De tu Valentín”.