lunes, 25 de junio de 2018

Sakuntala & Duchmanta



El episodio de Sakúntala es como un extraño loto soberbio, abierto en los remansos del frondoso río de shlokas del Mahabhárata. Sakúntala es la heroína dulce, afable, confiada en los valores del amor, segura de la palabra dada por el que es su amado y su rey, altiva, sin embargo, en la adversidad, resignada en la desgracia y llena de dignidad ante el seductor que la ha olvidado. Protagonista de uno de esos meandros de undosa música que frecuentemente quiebran ondulantemente la línea recta de la acción heroica -de sangre y de horror- del Mahabhárata. Sakúntala es también heroína de un drama de Kalidasa, el Esquilo o el Sófocles de la India.

El episodio de los amores entre aquélla y el rey Duchmanta constituyen una hermosa historia, con mucho de elemento conmovedor, donde los sentimientos elevados exhalan una ética ancestral, ética que viene desde los himnos de los Vedas y de los comentarios de los Puranas a iluminar los cuadros sombríos -de ambición, ceguera y muerte- que frecuentemente presentan los "parvan" o Libros del Mahabhárata.

Maestros en la creación de grandes conjuntos los indios han formado sus obras literarias por yuxtaposición de añadidos, de carácter didáctico o ético o religioso, dentro de una primitiva trama principal. Así el Mahabhárata y el Ramayana; así la vieja, curiosa, pero sabia colección de fábulas y apólogos del Pantchatantra.

La leyenda de Sankúntala forma parte del Adi-Parvan (Libro del Comienzo) con el que se abre la acción épica del Mahabhárata. En armoniosos shlokas o versos dobles, el poeta nos muestra, en un audaz juego de ilusiones de su imaginación poderosa, el escenario del paraíso de Indra; Indra es dios del Cielo y rey de dioses menores, subordinado, sin embargo a las altas deidades de la Trimurti: Brahma, Vishnu y Shiva. Hermoso ese mundo, lleno de los acordes de los gandharvas (músicos de las deidades) y donde los cuerpos simbreantes, de un blanco luminoso de las apsaras (balladeras celestes) danzan extraños bailes para deleitar a seres hastiados de inmortalidad y de gloria. Paraíso también de los héroes de la casta Chatrya y de los bracmanes ascetas, se alza ante los ojos del indio como una meta luminosamente azul que puede alcanzarse con mortificaciones o con heroicidades, hijas todas de una vountad poderosa, voluntad que los hombres del país del Ganges y de los Himalayas han ejercitado como ningún otro pueblo sobre la tierra.

Pero el cantar nos muestra ahora a un Indra conturbado, a un pensativo Indra agobiado por recelos "sobre su trono protegido por una sombrilla blanca, desplegado sobre un mástil de oro e incrustado en pedrerías", Indra teme. Ha visto las austeridades que durante años practica el asceta solitario, Visvamitra, león de los anacoretas; el penitente terrible, capaz de realizar, en el orden del autosacrificio atroces privaciones, ha desarrollado una potencia mental que pone en peligro la propia pujanza de los dioses. Según un principio afirmado por los bracmanes, el hombre, por su propia voluntad, por la práctica del "tapas" o mortificación ascética, por un entrenamiento -aparentemente sobrehumano- de la voluntad, desarrolla una potencia espiritual que le iguala a los dioses.

Así, el "tapas" del demonio Ravana, en el Ramayana, obligó a la cuádruple reencarnación de Vishnu, en los cuatro hermanos: Rama, Bhárata, Lakshmana y Zatrughna, para que el mundo no cayera bajo el poder maléfico de aquel ser formidable.

En este episodio que ahora comentamos, Visvamitra es un ser puro, pero capaz, sin embargo, de grandes violencias; como otros anacoretas de la epopeya sánscrita; cuando se encolerizan, causan grandes daños a sus enemigos.

¿Cómo destruir las austeridades del gran Muni (o solitario)? ¿Cómo hacerlo caer víctima de alguna tentación carnal? Indra piensa en las bellezas de Menaka, la incomparable entre las apsaras. Pero la bayadera celeste, al saberse encargada de tarea que puede hacerla arrastrar la cólera del santo terrible, dice al dios:

"-¡Señor! ¡Qué misión más difícil os dignáis conferirme! ¡Exponerme a mí, criatura débil, al resentimiento del gran Muni, temido por ti mismo hasta el punto que un día, para sustraerte a sus miradas has bebido el Soma, que hace invisible al que lo liba!

Al fin, para no arrastrar la cólera de Indra, resignada ya a su tarea, solicita, al menos la ayuda de dos dioses : Vayú, el viento y Kama, el amor.

"-¡No me abandones! -le dice a Indra-. Desde lo alto del cielo guía mis pasos sobre la tierra. Dame una escolta que pueda, en caso necesario, secundar mis propósitos y defenderme. Cuando me presente delante de la ermita del anacoreta, has de suerte que una ligera brisa se levante de las espesuras que la avecinan. Has que Vayú, el dios de los vientos, alce insidiosamente los pliegues de mi túnica en tanto que Kama, dios del amor murmure a los oídos del solitario palabras tentadoras."

Tras estas seguridades, Menaka se baña el cuerpo, perfumándolo con ungüento de las deidades, corta flores de los jardines del Paraíso para hacer con ellas una guirnalda y baja a la tierra en el carro de Indra, que conduce Matali, auriga del dios.

Era un atardecer perfumado y era la primavera. Entre las voces de los pájaros distinguíase clara la del kokila, el ruiseñor de aquellas tierras de sol. El asceta, indiferente a la estación y a sus encantos, sentado, con las piernas cruzadas, ante la entrada de su gruta, meditaba en abstracción profunda.

Bailaba Menaka delante de Visvamitra, pero el asceta no miraba a la apsara. Entonces Kama dijo al oído del santo:

"-¡Fíjate en esa desvergonzada que pretende seducirte! Tú la puedes contemplar sin miedo. ¿No es tu virtud fuerte como las rocas?"

El asceta decidió soportar, entonces, ese desafío y miró a la apsara; en ese momento, Vayú, el viento comenzó a levantar la túnica de Menaka, que ésta simuló una y otra vez tratar de bajar, como si sintiese un pudor que la hacía más atrayente. Esas formas semiveladas, esa belleza sobrenatural, ese baile ideado sólo para deleite de los dioses del Paraíso de Indra hicieron primero que el asceta no pudiera ya desviar los ojos, luego que interrumpiera sus oraciones y que al fin cayera vencido por una pasión humana que creía ya muerta en él; el anacoreta tomó a Menaka, a la que el viento había, al fin, arrebatado la túnica y la colocó en su lecho, testigo de antiguas austeridades.

Hija de esta pasión fue Sakúntala. La apsara abandonó al solitario y luego, a orillas del Malini, dio a luz a esa niña. Protegida por los buitres (o sakúntas) fue luego recogida y educada por el anacoreta Kanwa. Creció ella en la ermita de éste, hermosa como las flores estrelladas que se abren en los cálidos pantanos del Ganges, de aguas cubiertas de verdor ondulado.

Pero ocurrió que el rey Duchmanta, andando el tiempo pasó cerca del lugar donde había crecido Sakúntala, ahora adolescente. Iba de cacería con su corte y vió a la hija del anacoreta y de la apsara. Enamorado inmediatamente de ella, confió esos sentimientos a su bufón, Mandhava, el cual le incitó a apoderarse de la belleza de la muchacha. Así, el monarca residió algún tiempo en las cercanías de la ermita, pretextando estar retenido por los placeres de la caza. Llegó entonces el mes de Vesakha, la época de los calores; Sakúntala, enferma también de melancolía, pues igualmente se había enamorado del monarca, había ido, acompañada de dos amigas que la abanicaban con hojas de loto, a buscar la sombra de los bambúes a orillas del Malini. Allí confesó a sus compañeras el amor que también sentía por el rey y exclamó luego:

"-¡Oh, Kama, esquivo dios del amor, cuyas armas son las flores! ¿Por qué te muestras tan arisco conmigo? ¿Por qué haces sufrir a quien con tantos sacrificios ha procurado aumentar tu gloria?"

El rey había estando acechando a las jóvenes entre los cañaverales y al escuchar la confesión de Sakúntala apareció ante ellas. Las amigas, llenas de tácita discreción, se retiraron. Duchmanta le da a Sakúntala su palabra de matrimonio; con esto la consagra esposa. Según las leyes de Manú existía entonces esta forma de himeneo basado sólo en el juramento de los cónyuges; era el llamado rito gandharva. Pero Sakúntala le impone una condición. Veamos lo que le dice y siguiendo como en otros fragmentos citados la traducción de Angel Sanblancat:

"-Escucha, oh rey, la condición que me atrevo a imponer para ser tuya: si un hijo nace de esta unión, júrame que le darás el título de príncipe heredero, y que lo harás reconocer como tu sucesor legítimo."

"-Entraré contigo en mi capital y te llevaré a mi palacio. Poseerás tú sóla la afección de tu esposo. Y tu hijo reinará sobre mis pueblos".

Los dioses son testigos de estas nupcias. Y el poeta canta la noche de amor en estos dulces shlokas sonoros:

"La noche se echa encima. Antorchas únicas de estas nupcias, las luciérnagas esmaltan los ribazos con sus verduzcas lumbres. Orquesta invisible, la brisa agita, al pasar, los bambúes de las riveras del Malini. Y entre las floridas ramas de los tamarindos el kokila suspira un aire de amor... ¿Por qué ¡ay! los reyes no gozan del derecho de hacerse hermitaños? Y el amor, mejor que todos los médicos de Hastinapura, sanó a la joven enferma".

El monarca vuelve a su capital, aunque promete llamar enseguida a Sakúntala. Entre tanto, en prenda, le deja una sortija de oro en el que está grabado su nombre.

Pero pasa el tiempo. "Los días, las semanas, los meses" -dice el poeta- "fueron transcurriendo unos detrás de otros. Ningún cortejo traspasaba los lindes del piadoso retiro. Ni una carta, ni un mensaje venía de Hastinapura. ¿Qué es lo que estaba sucediendo allí? ¿Cómo Duchmanta, que tan compungido se había separado de su amor, olvidaba tan pronto sus juramentos? Sakúntala desesperábase y cada tarde iba a llorar bajo el pabellón que formaban las lianas, mudos testigos de su desvanecida felicidad".

Así llegó el tiempo en que dió a luz un hijo. A Bhárata, en cuyas manos los dioses marcaron una rueda, símbolo del poder absoluto sobre la tierra. Cuando el niño cumplió seis años, Sakúntala decidió ir a Hastinapura para presentárselo a su padre y rey. Pero la verdad es que Duchmanta no era culpable de este olvido. En el tiempo de su locura amorosa, Sakúntala había olvidado realizar determinados ritos, por lo que, resentido, un anacoreta llamado Duvasa le había echado esta maldición: que Duchmanta se olvidaría de ella como si jamás la hubiera visto; que sólo la contemplación del anillo regalado en prenda podía recordarle a la esposa. Pero ésta lo perdió al hacer abluciones en una fuente cercana a las mismas puertas de Hastinapura.

Cuando, delante del rey, éste no la reconoció -lo que le significó a ella gran afrenta frente a los cortesanos, -Sakúntala ignotante de la maldición, dijo a su marido, en su indignada desesperanza, duras palabras:

"-¡Hombre sin honor! ¡No dejarás de recibir tu castigo, tu, que como un pozo, oculto bajo la hierba te revistes del manto de la virtud. Los dioses harán pedazos la felicidad del padre que ha renegado a un hijo que es su vivo retrato. Quiéranlo o no, este niño gobernará un día este imperio que tiene por límite al Himalaya..."

Se retiró, altiva, Sakútala con su hijo y a poco trajeron al rey la sotija encontrada en la fuente; la reconoció enseguida; estaba -recordemos- grabado en ella su nombre. Entonces el encato quedó roto y la maldición destruída. El rey recordó a Sakúntala, pero, ¿a dónde había ido ella ahora? Ordenó buscarla pero en vano: guerreros, cortesanos, mensajeros, nadie podía hallarla. Abandonando las cosas del gobierno, el monarca vagaba por sus jardines, indiferente a los goces y a los deberes, distraído en su tristeza profunda.

En este estado vino a sacarle Matali; el auriga de Indra, llegó de parte del dios, a ordenarle que le ayudara en la guerra contra los Danavas.

El héroe obedeció; subió en el carro celestial y combatió junto al dios hasta lograr la victoria, tras batallas duras en el mundo de las deidades; entonces, colmado de honores por Indra, comenzó a descender a la tierra sobre el carro celestial conducido por Matali. Pero el destino le preparaba el encuentro con Sakúntala.

El carro aéreo pasó por sobre un alto país sorprendentemente hermoso: la tierra de la perfección. En un clima siempre sonriente crecían plantas maravillosas; los bajos instintos humanos no llegaban allí.

Descendió el monarca y, andando por esa tierra, semejante a alguna de las que se adivinan entre los sueños halló a un niño que jugaba con un cachorro de león; más lejos estaba Sakúntala.

Así se restableció el amor y renació la paz en ese matrimonio.

Y un día Bhárata llegó a ser rey de la India. Sus descendientes fueron los héroes del Mahabhárata.

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