viernes, 30 de junio de 2017

Georgiana Cavendish & Charles Grey



La vida de Georgiana Cavendish estuvo marcada por los excesos en el juego y en el lujo. Fue una mujer atrapada en un mundo de convenciones estrictas del que, aunque lo intentó, no pudo escapar. Casada por conveniencia con el duque de Devonshire, Georgiana sufrió al no poder dar un heredero varón, un niño que tardó años en llegar y sumieron a la duquesa en una vorágine de alcohol y medicamentos. 

Su amistad con Lady Elizabeth Foster, terminó convirtiéndose en una relación a tres con el duque, quien la hizo su amante y la acogió en su casa junto a sus hijos. Pero mientras él podía tener a su amante, a Georgiana se le castigó su intento de mantener un idilio con Charles Grey, con el que llegó a tener una hija ilegítima. Al margen de su turbulenta vida privada, Georgiana Cavendish fue un icono de la moda y una activa defensora del partido liberal. Entre sus descendientes más conocidos se encuentra la desaparecida Diana de Gales.

Georgiana Spencer nació el 7 de junio de 1757 en Althorp, Northamptonshire. Era la hija mayor del conde John Spencer y su esposa Margaret Georgiana Poyntz, quien tuvo verdadera pasión por su hija mayor, en detrimento de sus dos hermanos pequeños, Henrietta y George.

El día que Georgiana cumplía diecisiete años, se casaba con William Cavendish, quinto duque de Devonshire. De ella solamente se esperaba que fuera una esposa sumisa y que diera pronto un heredero al duque. Pero la duquesa dio a luz a dos niñas y sufrió varios abortos antes de poder dar a su esposo el ansiado heredero y futuro sexto duque de Devonshire. Una presión que Georgiana intentó mitigar ingiriendo grandes cantidades de calmantes y abusando de la bebida. Además de sus hijos, tuvo también que soportar la presencia de una hija bastarda del duque habida antes de concebir a los suyos propios.

Mientras tanto la duquesa de Devonshire tenía que mostrarse a la sociedad que la adulaba como una gran dama de la aristocracia inglesa. Su pasión por la moda y sus gustos por los altísimos e imposibles tocados, la convirtieron en un referente para el resto damas que corrían a emular su último modelo. En las reuniones, fiestas y bailes que tenían lugar en Londres, además de pasar largas horas ante la mesa de juego, Georgiana empezó a interesarse por la política e inició una campaña pública en favor del candidato del partido de los Whigs al parlamento, Charles James Fox. El hecho de que una mujer en pleno siglo XVIII, cuando aún no había estallado la Revolución Francesa y los derechos de las mujeres estaban a años luz de visualizarse en el panorama político, quisiera inmiscuirse en asuntos masculinos, fue objeto de burlas y comentarios humorísticos llegando a afirmar que la duquesa vendía sus besos a cambio de votos.

En 1782, cuando los duques no habían concebido aún ningún hijo, se trasladaron a pasar unos días al balneario de Bath donde Georgiana inició una amistad con Lady Elizabeth Foster a quien acogió en su propio hogar. Al poco tiempo, entre ellas y el duque se inició una extraña situación en la que Bess, como la conocían cariñosamente, se convirtió en la mejor amiga de Georgiana y en amante de William. La duquesa tuvo que asumir aquella situación y aprovechó la coyuntura para iniciar ella también sus propios idilios. En 1791, un año después de haber dado a luz al ansiado heredero de Devonshire, la duquesa inició una relación con el político Charles Grey. De aquella relación nacería Eliza, una hija ilegítima a la que su marido obligó a dejar en manos de la familia Grey.

Georgiana tuvo que aceptar la hipocresía social que asumía que los hombres tuvieran amantes mientras que las mujeres debían ser esposas fieles. Años después empezó a sufrir fuertes migrañas y su ojo derecho empezó a hincharse muy posiblemente a causa de un tumor que le provocó la pérdida de la visión. Pero más le afectó la deformación que sufrió su rostro que la obligó a permanecer alejada de la vida social que la había hecho famosa. Su salud se degradó rápidamente hasta que el 30 de marzo de 1806 fallecía a los cuarenta y ocho años de edad.

Atrás dejaba una gran cantidad de deudas provocadas por su ilimitada afición al juego. De ella nos han quedado un sinfín de retratos hechos por ilustradores anónimos y por pintores de prestigio como Thomas Gainsborough y Joshua Reynolds.



lunes, 26 de junio de 2017

Andre Gorz y Dorine



Historia de un amor

“Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”. Ahora imaginen que esas frases son el comienzo de una carta, de él a ella, una carta de cien páginas que él irá escribiendo noche a noche, mientras ella duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afueras del pueblito de Vosnon, en la región francesa del Ausbe. Menos de un año después, la policía local hará ese trayecto, alertada por una nota pegada en la puerta de la casa: “Prévenir à la Gendarmerie”. La puerta está abierta. En la cama matrimonial del cuarto de arriba yacen en paz André Gorz y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano, dirigidas a la alcaldesa del pueblo: “Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado”.

Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga carta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre, que la publicó con el título Carta a D. Historia de un amor. En la última página, dice Gorz: “Por las noches veo la silueta de un hombre que camina detrás de una carroza fúnebre en una carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración, no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

André Gorz era un judío austríaco “carente por completo de interés, no tiene un céntimo, escribe”: así se lo presentaron formulariamente a la inglesa Dorine, cuando ella llegó a Suiza en 1947 con un grupo de teatro vocacional. La esperaba otro hombre en Inglaterra para casarse con ella. Pero Dorine prefirió subirse a un tren con Gorz rumbo a París. Allí trabajó de modelo vivo, recogió papel usado para vender por kilo, fue lazarillo de una escritora británica que se estaba quedando ciega, mientras él escribía en una buhardilla. También aprendió sola alemán (él se negó a enseñarle; había jurado no volver a usar esa lengua cuando lo corrieron de Austria), para ayudarlo en el relevamiento de la prensa europea que él hacía para una agencia y que se convertiría con el tiempo en su sello de estilo: el cruce entre filosofía y periodismo de sus potentes ensayos breves. Antes, Gorz debió fracasar con una novela que pretendía ser un magno ensayo totalizador sobre la época, y hasta mereció un prólogo de Sartre (El traidor). La novela llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo sin pausa de los existencialistas franceses (“En tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le uniera como individuo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la pregunta Por Qué Se Ama”). En el resto de sus libros, Gorz es el exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca se miró el ombligo al teorizar, nunca escribió otra novela tampoco; se lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué significará eso dentro de unos años. Pero aun si la obra de Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será porque fue de los poquísimos intelectuales franceses de ese tiempo (el que va de la Guerra Fría y las guerras de liberación a las crisis del comunismo y la crisis de la política) que no cayó en ninguna de las trampas de la inteligencia. Esa fue su virtud, su manera de hacer filosofía y periodismo a la vez.

En aquella carta que escribió a Dorine antes de morir, Gorz le dice: “Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío”. No fue el único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e Iván Illich se enamoraron en distintas épocas de esa mujer impenitentemente discreta. Pero ella prefería a Gorz. El también la prefirió a ella: dos veces cambió literalmente de vida por influjo de Dorine. La primera fue a los cuarenta, cuando ella descubrió que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le habían inyectado para hacerle radiografías: la medicina se lavó las manos del caso y ella comenzó una cadena de correspondencia con otros aquejados del mismo mal, que no sólo le dio décadas de sobrevida sino que llevó a Gorz a cambiar el eje de su discurso; en las reacciones de Dorine vio los rudimentos esenciales de aquello que llamaría ecología política (ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el de Iván Illich y el de Foucault). La segunda vez fue a los sesenta, cuando decidió jubilarse antes de tiempo para dedicarse jornada completa a Dorine: a hacer la misma vida que ella primero, y después a hacer para ella las cosas que ella ya no podía hacer (“Labro tu huerto. Tú me señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección seguir, dónde hace falta más trabajo”).

El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes sobre los cuales han corrido ríos de tinta: cuando Stefan Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda esposa un frasco de barbitúricos diluido en limonada en un hotel de Petrópolis, Brasil, adonde había llegado huyendo de la Segunda Guerra; y cuando Arthur Koestler hizo lo propio junto a su esposa de siempre (y a su perro de siempre, también), en su casa de Londres, huyendo del Parkinson que lo estaba devorando. En ambos casos hubo nota suicida, en ambos casos el rol de la mujer es tristemente pasivo, en ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que la última escena de Gorz y Dorine logra evitar casi por completo.

En aquella carta postrera, Gorz le hacía una tremenda confesión a su esposa: “Durante años consideré una debilidad el apego que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se amaba. Yo no sabía amarme por amarte. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué”. Gorz había visto una vez a Dorine decirle con toda naturalidad a la Beauvoir: “Amar a un escritor implica amar lo que escribe”. El mismo le había dicho a Dorine, la noche en que logró conquistarla en Suiza, en 1947: “Seremos lo que haremos juntos”. Pero recién tomó cabal conciencia de lo que decían aquellas palabras cuando terminó de escribir aquella carta, subió por última vez aquellas escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que había compartido, día tras día, sesenta años seguidos, desde aquella noche en Suiza. “Afuera es de noche. Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

martes, 20 de junio de 2017

Saroo Brierley



De niño se perdió en las calles de Calcuta, fue adoptado por una familia australiana y 25 años después consiguió encontrar a su madre biológica

La de Saroo podría ser una historia más de las muchas que les suceden a los niños pobres; anónimas, des­garradoras, casuales. Pero The Weinstein Company decidió llevarla al cine con el titulo de Lion, protagonizada por Dev Patel ( Slumdog millionaire), Rooney Mara ( Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres) y Nicole Kidman, y que se basa en el libro que el propio Saroo escribió, Un largo camino a casa (Península).

Hoy los espectadores de todo el mundo podemos asomarnos al dolor que causa la pobreza, emocionarnos con la inocencia de un niño y suspirar aliviados con un final feliz mientras comemos palomitas. Las seis nominaciones a los Oscars han convertido una historia mucho más corriente de lo que imaginamos en singular.

Saroo nació en Khandwa, Madhya Pradesh (India) en 1981 en el seno de una familia muy pobre. Su padre les abandonó por otra mujer y su madre, Kamla, intentó sacar adelante a sus cuatro hijos trabajando de sol a sol, seis días a la semana, como obrera de la construcción. Pero su sueldo no daba para comer a diario, así que sus hijos intentaban sumar rupias al presupuesto familiar. Guddu, el mayor, con diez años, solía trabajar barriendo los vagones de tren.

Uno de eso días, cuando Saroo tenía cinco años, partieron a la estación de Burhanpur. Mientras Guddu barría vagones, Saroo le esperaba en un banco del andén. “Me dormí y al despertarme decidí buscar a Guddu. En el andén había un tren estacionado, entré, me senté, y de nuevo me dormí. Todavía siento ese escalofrío de pánico de verme atrapado. No paraba de correr ni de gritar el nombre de mi hermano, suplicándole que volviera a buscarme”.

Catorce horas después llegó a Calcuta, a 1.500 kilómetros de casa. Saroo no sabía leer, ni siquiera conocía el nombre de su ciudad. Sobrevivió buscando comida en las calles y durmiendo en los alrededores de la estación. “Sobreviví comiendo sobras que encontraba en el suelo, como cacahuetes o mazorcas en las que quedaba algún bocado, y por suerte había muchos grifos para beber. No era una vida muy distinta a la que ya conocía, y pese al miedo y la tristeza me las apañaba para salir adelante; supongo que mi organismo estaba acostumbrado”. Pero tenía miedo: “Al abrirme paso por la orilla del río Hugli me topé, horrorizado, con dos cadáveres tirados entre montones de basura; uno estaba degollado y al otro le habían rebanado las orejas”.

Kamla buscó a sus hijos sin éxito, tras unas semanas la policía le dijo que habían encontrado el cuerpo de Guddu partido en dos en las vías del tren, en la estación de Burhanpur.

Tras muchas peripecias, el niño perdido acabó en un orfanato y fue adoptado por una familia australiana, Sue y John Brierley, de Tasmania que adoptaron también a otro chico hindú, Mantosh. Creció feliz, pero nunca olvidó a su familia biológica, quería encontrarla, su única pista eran los recuerdos de su niñez. Desconocían el nombre de su ciudad, y su único instrumento era Google Earth: “Cuando en el año 2007 llegué a la residencia de estudiantes de Canberra, descubrí que había muchos estudiantes internacionales, y la mayoría eran indios”.

Con la ayuda de aquellos nuevos amigos que conocían bien la India, la de su novia Lisa y sus padres adoptivos consiguió localizar la estación en la que se perdió con la única pista de que empezaba por B. Calculando la velocidad de los trenes y las 14 horas que había viajado fue cerrando el círculo hasta reconocer el paisaje de su infancia: “Tras cinco años navegando con Google Earth, encontré Ganesh Talai, la zona donde yo vivía de niño”.

A los 30 años Saroo viajó a su ciudad natal, había olvidado su lengua, pero con la ayuda de los habitantes, unas viejas fotos que conservaba y mucha suerte logró localizar a su familia: “Mi madre nunca dejó de rezar por mi regreso, visitó a muchos sacerdotes y guías espirituales de la comunidad en busca de ayuda y orientación. Todos ellos le aseguraban que yo estaba sano y salvo y era feliz, y lo más asombroso es que cuando les preguntaba dónde estaba, señalaban con el dedo hacia el sur. Empecé a comprender que la fe de mi madre en mi supervivencia había marcado tanto su vida como mi determinación de encontrarla a ella había marcado la mía”.

Y aunque muchas no la tengan, esta historia sí tiene final feliz: “Mi depresión y todas mis preocupaciones se esfumaron cuando vi a mis dos madres que me habían dado no solo una vida, sino dos, abrazarse con lágrimas en los ojos”.







lunes, 12 de junio de 2017

Delmira Agustini & Enrique Job Reyes



Ella fue una poeta precoz admirada por Rubén Darío. El, un hombre de negocios que no comprendió el genio de su amada. Una historia de trágico fin que la autora de Zona de clivaje y La crueldad de la vida evoca con maestría.

La muchacha que Enrique Job Reyes conoce en 1908 es rubia, flexible, de ojos celestes y perturbadores. Le han dicho (o le dirán muy pronto) que ella toca virtuosamente el piano, que pinta muy bien y que escribe poemas. ¿Qué más le hace falta para enamorarse de ella? El tiene 23 años, es rematador de hacienda y usa bigotes engominados. La poesía le interesa poco, pero no debe dudar de que se trata de un atributo tan femenino como el recato o la belleza. Por curiosidad, o por gentileza, ha de leer el primer libro de ella, publicado un año atrás. Pero no tiene el hábito de la poesía. Lo leído no lo lleva a sospechar que un día Rubén Darío la comparará con Santa Teresa y que Rafael Barrett dirá de ella que concibe el amor como un absoluto, “al cual se arrojó como a un abismo, cerrando los ojos”. Tampoco le dan que pensar las palabras del filósofo Carlos Vaz Ferreira: “... usted (Delmira) no debería ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro”. Por otra parte, unos poemas que hablan del deseo, del cuerpo, de Eros y de la muerte no deben resultar alarmantes en tanto su autora sea modosita.


Delmira lo es: a todas partes va del brazo de su madre, una señora corpulenta que parece regir por completo los pasos de la hija. De modo que Enrique no encuentra motivo de preocupación la tarde en que se enamora de Delmira Agustini. ¿Qué le ve ella a este muchacho retraído y de mirada huidiza? No es improbable que se sienta atraída por él y que su imaginación haga el resto. Tampoco es improbable que cierta sabiduría natural la haga comprender que el amante arrasador que alumbra en sus poemas no se ha hecho ver hasta la fecha por su Montevideo natal. Ella concibe un amor absoluto, su cuerpo desea un hombre, las costumbres de la época exigen un novio que un día, sin sobresaltos, se convierta en marido. Y Delmira es una mujer apasionada, no una revolucionaria: la lucha contra las costumbres de la sociedad no es lo suyo.


Durante cinco años y medio protagoniza con Enrique un noviazgo ritual. Visita de él dos veces por semana, caricias furtivas en el sillón de la sala, apariciones intempestivas de la madre, copita de licor antes de la despedida, zaguán. Y el deseo en suspenso, aguardando la noche de bodas. Dos veces Delmira intenta transgredir esta liturgia mezquina: una tarde en que sólo la mucama está en la casa le propone a Enrique que se acueste con ella; otra tarde, lo espera con un atadito de ropa y la invitación a que huyan juntos. Como corresponde a un novio decente, él las dos veces se niega. Todo sigue siendo caricias clandestinas y unas cartas que ella consigue enviarle a escondidas. "Pototó: te esquibo potito y con tompa. Estoy dabiosa. Ayer no podí escribirte porque no tenía con quien mandar la carta al correo y yo no podía salir (...) Vení ponto. Tero estar mucho contigo esa note. ¿Cuándo venís? ¡Ah, estoy dabiosa! Arió. Hata lego. Potota.”


Pero en 1912, como quien se desnuda, le escribe una larga carta a Rubén Darío, a quien ha conocido en Montevideo poco tiempo atrás. “He resuelto arrojarme al abismo medroso del casamiento –le dice–. No sé: tal vez en el fondo me espera la felicidad. ¡La vida es tan rara!” Rubén Darío vadea cultamente tanta desesperación. “Tranquilidad. Tranquilidad –le recomienda–. Recordar el principio de Marco Aurelio: Ante todo, ninguna perturbación en ti.”


Un año después, el 14 de agosto de 1913, se celebra la boda. Antes ha ocurrido un hecho que le puso nombre a la perturbación de que habla Darío: Delmira ha conocido al escritor argentino Manuel Ugarte. Buen mozo, refinado, culto. Sin duda ella cree ver en él las virtudes que, ahora sabe, no tiene Enrique. Un día antes de la boda Ugarte la visita y le regala su libro La novela de las horas y de los días y una fotografía suya con dedicatoria. ¿Qué más ocurre en ese encuentro? Todo lo que se sabe es que el día de la boda, con los invitados ya reunidos y delante de la modista que le está acomodando el vestido, Delmira le dice a su madre que no quiere casarse. La madre (aunque nunca le ha gustado Enrique) se niega: imposible desacatar de esta manera los mandatos de la sociedad. Delmira llora, suplica, pero no hay nada que hacer. Algo de esta escena debe filtrarse hacia la sala de invitados: antes de que se oficie la ceremonia uno de los testigos, Juan Zorrilla de San Martín (el otro es Ugarte), le recomienda al sacerdote: “Cáselos prontito y bien, de modo que no puedan descasarse jamás”. El sacerdote cumple.


Un mes y veintidós días después, en el chalet de Los Pocitos donde ha transcurrido la luna de miel y donde los jóvenes esposos han vivido hasta entonces, apoyado sobre un ánfora de cristal tallado, hay un sobre color crema dirigido a Enrique Job Reyes. En el interior, una esquela: “Me voy sin ninguna fuerza exterior. Yo sola tomo esta resolución irrevocable. (...) Aquella que te quiso tanto y que hoy se aleja de ti impulsada por el destino que es invariable”.


Lo que pasó en esos cincuenta y tres días sólo puede conjeturarse. Al llegar a la casa de sus padres, donde vivió hasta su muerte, Delmira se arroja a los brazos de su madre y le dice: “Me harté de tanta vulgaridad”. Y a Manuel Ugarte le escribe que él ha sido el tormento de su noche de bodas. Ugarte pondera el “gesto de libertad y altivez” que implica dejar al esposo y, no sin elegancia, ignora el amor que abiertamente le está confesando Delmira.


Poco después empieza el juicio de divorcio, con acusaciones ni más ni menos sórdidas que las de tantos otros juicios similares. Enrique ha dejado el chalet de Los Pocitos; ha alquilado una habitación en la casa del corresponsal de un diario, Juan Manuel González, a seis cuadras de la casa de los Agustini, y se viene dedicando a oficiar sobre Delmira un acoso constante. La espera emboscado cuando ella sale, golpea a su ventana, amenaza a cuanto amigo o pretendiente se ha encontrado con ella. Sigue amándola y no se resigna a perderla. Se lo confiesa a Juan Manuel González, y agrega que ella también lo ama, que mantienen una correspondencia secreta, y que “celebran entrevistas indescriptibles”.

También le pide que le permita recibir a Delmira en su pieza. González accede, total, todavía son marido y mujer así que la moral de su casa no quedará mancillada. Desde entonces, Delmira visita a Enrique dos o tres veces por semana. Apenas ella entra, él cierra la puerta con llave. Luego de unas horas la puerta se abre y ella se va con suma discreción.


¿Ahora que aún es su esposo Delmira puede por fin permitirse con Enrique una relación de amantes? Cada uno de nosotros deberá resolver a su manera el enigma de estas visitas. Quedan para asistirnos la alta poesía de Delmira y retazos de su vida, contradictoria y, justamente por eso, conmovedora y próxima. Quedan también testimonios dispersos del amor desolado de Enrique. Pero ninguna explicación.

En junio de 1914 el divorcio está acordado. El 6 de julio, antes del almuerzo, Delmira le dice a su madre: “Hoy todo quedará arreglado”. Llueve. Esa tarde ella entra en la pieza de Enrique quien de inmediato, como siempre, cierra la puerta con llave. Horas después ella, semidesnuda, está tendida en el suelo y en la actitud confiada de quien se iba a poner las medias. Tiene dos tiros junto a la oreja izquierda.


El, la cabeza apoyada sobre el hombro de Delmira, agoniza con un tiro en la sien. Junto a los cuerpos se ve la cama revuelta. Muy lejos, comenzando a mover trabajosamente la moral del siglo, empieza la Primera Guerra Mundial.

jueves, 8 de junio de 2017

Karen Blixen & Denys Finch Hatton (Memorias de Africa)



La baronesa Karen von Blixen-Finecke, transformó su existencia de noble danesa en la de una granjera de Kenia. Recorrió el África oriental y tradujo esas vivencias en una sólida obra narrativa bajo el seudónimo de Isaak Dinesen. Esta mujer fue capaz de abandonar su acomodada posición para encontrar su lugar en el mundo superando fronteras, prejuicios y distancias. Conoce la vida apasionada de esta mujer.

Sin duda alguna la escritora danesa Karen Blixen ha sido quien más ha contribuido a popularizar Kenia en todo el mundo. A través de su celebérrimo libro Memorias de África, firmado con el seudónimo de Isak Dinesen, cuenta la experiencia de 17 años en el país africano al frente de una plantación de café en las colinas de Ngong a pocos kilómetros al norte de Nairobi, y que luego fue llevado con gran éxito al cine.


Nacida en 1885 en Rungstelund frente al estrecho de Oresund al norte de Copenhague, se casó con su primo sueco el barón Von Blixen-Finecke y viajó a Kenia donde se estableció en una granja e intento cultivar café aunque sin éxito. Se separó de su marido tras ocho años de matrimonio y siguió en la plantación hasta 1930 que volvió a Dinamarca a la muerte, en un accidente de avioneta, de su amante el cazador Denys Finch-Hutton.


Tras algunos aislados e infructuosos intentos en sus años jóvenes de abrirse camino como pintora y escritora, Karen Dinesen (este fue su apellido de soltera) en 1912 se comprometió en matrimonio con el barón sueco Bror von Blixen-Finecke y un año más tarde embarcó rumbo a África para casarse con él y establecerse en una plantación de café en Kenya. Pocos años más tarde, sin embargo, le quedó claro que su matrimonio había sido una equivocación y Karen volvió a refugiarse en sus sueños de artista.


Los años que Karen vive en África son años decisivos para la historia de aquel país, y su testimonio y vivencias se vuelven claves para entender la transición dramática que se vivió en aquella región entre una época, la Victoriana, y su sucesora y antagónica, la época de entreguerras. La Primera Guerra Mundial, las luchas tribales entre kikuyus y somalíes, los guerreros masai o “masai-morani”, que fueron apartados en un principio de la gran guerra por ser considerados extremadamente violentos, el transporte de víveres y el riesgo de pasar de una frontera a otra, de la inglesa a la alemana, para poder llevar suministros a los soldados, los primeros safaris cuando matar un gran animal no era tan solo matar por matar, (Karen sentirá profundamente y se quejará de los “nuevos colonos” que empiezan a esquilmar las poblaciones de búfalos y leones por el solo gusto de matar), los primeros aeroplanos, los cafetales, la granja, los bueyes.


En África también conoció al inglés Denys Finch Hatton que, tanto desde el punto de vista sentimental como intelectual, tendría una influencia crucial en el desarrollo de Karen Blixen como persona y como artista. Cuando, a finales de los anos veinte, el mundo que rodeaba a la escritora se desmoronó junto con la economía de la plantación y la muerte de Finch Hatton, ella, muy contra de su voluntad, se vio obligada a regresar a su casa natal en Rungsted, Dinamarca.


En los últimos años que pasó en la plantación había logrado terminar alguno de sus fantásticos cuentos y ya en Dinamarca continuó escribiendo. Animada por el importante éxito logrado primero en América y después en Inglaterra, Karen Blixen, a pesar de su mala salud, ahora trabaja en la versión de Siete cuentos góticos en su lengua materna, redactados originalmente en inglés. A este libro le siguen Lejos de África y Cuentos de invierno.

Después de la publicación de esta última obra transcurrirían quince años sin que Karen Blixen publicase otro libro de relatos de cierta envergadura, pero en 1944 sale la novela de intriga “Vengadoras angelicales” bajo el pseudónimo de Pierre Andrézel y en 1952 El banquete de Babette y El tercer cuento del cardenal.


En 1952 Karen Blixen consiguió realizar uno de sus mayores sueños: visitar los Estados Unidos, el país en el que triunfó como escritora. El interés que suscitó su visita y el encuentro con los americanos alumbraron sus últimos años, también ocupados por la creación de la Fundación Rungstedlund. Esta institución se estableció para crear en la propiedad familiar una reserva de aves y para que el edificio principal de la finca se destinara a fines culturales y científicos cuando la escritora ya no estaría, y es así como lleva funcionando desde el fallecimiento de la escritora en 1962. Además, en 1991, se pudo inaugurar en las mismas dependencias el Museo Karen Blixen de donde procede la presente exposición.


Tras la ruina económica y sentimental se dedicó principalmente a escribir y a cuidar de su casa familiar donde moriría en el año 1962. Hoy en día su casa museo es visita obligada en Nairobi. Situada a unos 40 km lo mejor es ir en taxi, previo serio regateo y posterior pago de una cantidad cercana a los 10 dólares. El área, llamada Blixen en honor de su más famosa moradora, recuerda Inglaterra, con amplios y cuidados jardines.

Karen Blixen, que firma estas memorias con el seudónimo de Isak Dinesen, pasa 13 años de su vida (1913-1931) en África después de contraer matrimonio con el Barón Bror von Blixen-Finecke, hermano del que había sido su amante Barón Hans von Blixen-Finecke.


A lo largo de estos 13 años y arropada por las largas temporadas que a de pasar sola en su granja de Kenia, la baronesa comienza a escribir todo lo que allí ocurre, en su granja y en su entorno, a ella y a sus amigos y a sus vecinos los nativos africanos, y cuando finalmente todo llega a su fin, reúne y pone en orden estos papeles dando lugar al sorprendente libro “Out of África” (Memorias de África).


A veces uno tiene la sensación de leer una novela de ficción y no unas memorias que transcurrieron en una época y en unos años determinados, tan extraordinarias son las historias que la danesa narra y tan asombrosa la gente que comparte vida con ella en tierras africanas, con personas que existieron de verdad y que fueron pieza clave en la historia de aquel país, muchos de los cuales aparecen en los libros de historia precisamente por su importancia clave en los acontecimientos políticos y culturales de la época.


Dejo a modo de punto y final una cita que describe la relación maravillosa, no siempre fácil, de la danesa con las gentes del país, una relación de amor y respeto profundo y mutuo


“[los nativos] viven en buenas relaciones con el tiempo y el plan de engañarlo o matarlo no se les ocurriría nunca.{...}si le encargas a un kikuyu que te guarde el caballo mientras vas a hacer una visita, puedes ver en su expresión que espera que tardes lo más posible. No intenta pasar el tiempo, sino que se sienta y vive”.


Karen Blixen procedía de dos familias burguesas acomodadas de la alta nobleza danesa, y su entorno familiar desempeñó un papel decisivo tanto en su vida como en su obra. Esta mujer, definitivamente, resignificó al mundo y la literatura como un lugar algo mejor donde buscar, explorar y vivir, que las estrechas fronteras de nuestros días.