domingo, 7 de enero de 2018

Serguéi Prokófiev y Lina Codina



Fue un viernes por la mañana cuando el teléfono sonó en la residencia parisina de Lina. Aún llevaba en la mano el tazón de café humeante del que difícilmente se separaba, cuando levantó el auricular para contestar. Pensó que sería de España, para decirle que habían encontrado la partida de nacimiento de su padre. Al atender lo que su amiga Joan Downes tenía que decirle ni siquiera escuchó cómo la taza de porcelana se estrellaba contra el suelo. La noticia le robó la respiración. La casa de subastas Christie's de Londres iba a vender una colección de objetos personales de su marido, el gran compositor ruso Serguéi Prokófiev, y entre esas pertenencias figuraba parte de la correspondencia privada del matrimonio, en especial una carta manuscrita por el propio compositor enviada a su mujer, explicándole por qué la abandonaba, a ella y a sus hijos, después de casi 20 años de amor y vida en común. "Quiero que sepas que te amo. Y quiero que me perdones por lo que voy a hacerte. Ni siquiera puedo explicártelo. Pero necesito estar con ella...". Cuatro décadas después recordaba cada una de las palabras escritas por Serguéi aquel lejano 1941 cuando, mientras la familia Prokófiev vivía una traición que devastaría su existencia, Hitler traicionaba a Stalin rompiendo el pacto de no agresión y autorizando la invasión de la URSS.

El trazo de las letras de esa confesión íntima y desgarradora, le correspondía a ella y a nadie más. Había compartido a Serguéi Prokófiev con el mundo durante muchos años, su música, sus conciertos para piano, sus ballets, sus óperas: Romeo y Julieta, Guerra y Paz, La Cenicienta... Pero esa parcela de intimidad, aunque fuera la llave de por qué una historia de amor se vio truncada por acontecimientos históricos de un siglo XX de luces y de sombras, le pertenecía sólo a ella.

En el avión que llevaba a la madrileña desde París hasta Londres para intentar parar la subasta de los manuscritos, la memoria de Lina iba a más velocidad que los latidos de su corazón. Extrañó la mano de Serguéi apretando la suya para infundirle tranquilidad, como solía hacer antes de cada estreno, cuando las luces del teatro se apagaban. Cerró los ojos para intentar que los recuerdos no empezaran a doler demasiado, porque en ellos había encontrado la única razón para seguir viviendo.

Abandonada en sus recuerdos, pudo ver el sol regando de luz Notre Dame. Se vio celebrando el año nuevo de 1924 en una mesa de Prunier, uno de los mejores restaurantes de París donde más tarde compartiría junto a Hemingway una fuente de ostras acompañada de unas copas de Sancerre. Su imaginación la retuvo unos segundos más en el lujoso Prunier, su preferido, a donde fue el primer día que pudo salir después de dar a luz a su primogénito Sviatoslav para cenar con amigos como Maurice Ravel, Francis Poulenc y Raymond Roussel. La abuela Carolina tenía razón: cerrando los ojos podía escuchar el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy que sonaba a todas horas en su casa del número 5 de la rue Valentin Haüy de París. Las imágenes seguían meciéndola en el viaje retrospectivo de su vida, mientras se dejaba atrapar por el magnetismo de una Marlene Dietrich que alzaba su copa para brindar con ella en el restaurante Victor Hugo de Beverly Hills; compartiendo confidencias con Coco Chanel, que le insistía en que "para ser irreemplazable uno debe ser siempre diferente", y escuchando algunos secretos de boca de un Walt Disney que, como todos, se mostraba fascinado por ella.

Volvió a ver los ojos guitarrones de Picasso diciéndole que era una mujer encantadora a quien "ese ruso no ha hecho nada para merecer"; a escuchar las palabras de miss Stein en su estudio de la rue de Fleurus convencida de que "uno puede comprarse cuadros o comprarse vestidos, pero no creo que sea capaz de hacer las dos cosas por muy rico que uno sea", y a rememorar el descaro de Kiki de Montparnasse reconociéndole al oído que "todos hablan de amor en París, pero ninguno sabe hacerlo". Sonrió Lina al recordar el comentario del creador de los Ballets Rusos, su gran amigo Serguéi Diáguilev, sentado al borde de la cama donde ella se recuperaba de su segundo embarazo: "Una mujer con un hijo es un general, con dos es un mariscal"; la mirada comprensiva del general De Gaulle, besando su mano ("En París la esperamos ansiosos, señora Prokófiev)"; la insistencia de Federico García Lorca en La Habana: "¿Está segura de no haber nacido en Córdoba?", las sobremesas de risas junto a Charles Chaplin, Imperio Argentina e Ígor Stravinski en su retiro veraniego de La fléchère, en el lago Bourget; las noches en el Empire parisino escuchando a Gardel; y la lacónica frase de Pierre Reverdy escrita en un papel: "Qué sería de los sueños si la gente fuera feliz".

Coco Chanel tenía razón. La memoria es femenina. Y Lina recordó que la última vez que había necesitado cerrar los ojos para aislarse de la realidad y concentrarse en su mundo fue la noche que ocupó por vez primera su camastro en el barracón del campo de concentración de Abez, cerca de Vorkutá, donde Stalin la había enviado acusada de espionaje y traición a la patria. Una condena de 20 años de trabajos forzados en uno de los gulags más letales, privada de libertad, de vida y de derechos, en un desierto de hielo perpetuo, donde el invierno duraba ocho meses, la temperatura superaba los 50 grados bajo cero y los vientos del Ártico llegaban preñados de tormentas de nieves que alfombraban en varios metros la letal tundra de musgo y barro que solía esconderse bajo sus pies. En aquel lugar al norte del paralelo 67, fue donde el destino había decidido vengarse de ella.

La primera vez que vio a Serguéi Prokófiev fue en el Carnegie Hall de Nueva York, el 10 de diciembre de 1918. Le entusiasmó la música de aquella rareza bolchevique, tal y como le definía la prensa estadounidense, un león de la revolución musical recién llegado de Moscú donde la Revolución había dejado en herencia una guerra civil que se extendía por todo el país, mientras el mundo aún observaba con desconfianza el final de la I Guerra Mundial. Lina vio aparecer en el escenario a un hombre rubio, vestido con un impecable frac, el pelo muy corto y peinado hacia atrás, quizás con exceso de brillantina. Su galante presencia imponía. Se dirigió directamente al piano sin mirar al público. No supo diferenciar si se trataba de un exceso de seguridad en sí mismo o de soberbia artística.

Cuando los dedos de Prokófiev empezaron a recorrer el teclado del impresionante Steinway que presidía el escenario, interpretando su Concierto para piano, nº 1, Lina comenzó a estremecerse, entrando en una tensión desconocida para ella. No había escuchado nada parecido en su vida como tampoco había visto interpretar de una manera tan vehemente. Cuando la música cesó y Prokófiev retiró súbitamente las manos del piano, la sala estalló. Lina no podía parar de aplaudir hasta que sintió cómo los ojos azules de él se clavaron en los suyos. Por un instante el universo se concentró en esa mirada.

La hija de Juan Codina

Con 21 años recién cumplidos, era una joven de gran belleza, brillante, magnética y cosmopolita que soñaba con convertirse en una famosa cantante de ópera, siguiendo los pasos de su madre, Olga Nemiskaia, una cantante rusa de familia aristocrática y de su padre, Juan Codina, un tenor español nacido en Barcelona. Carolina Codina, Lina, nació en Madrid el 20 de octubre de 1897, en la calle Bárbara de Braganza número 4, y durante las temporadas de tournée del matrimonio, se quedaba con sus abuelos maternos en el Cáucaso donde aprendió a no temer a la oscuridad. Gracias a su abuela Carolina, de la que tomó su nombre, aprendió de memoria las fábulas de Le Fontaine narradas en francés y una muy especial, El grillo de Jean Pierre Claris de Florian, cuya moraleja no pudo olvidar jamás: "Pour vivre heureux, vivons cachés" (Para vivir feliz, uno debe ocultarse).

Serguéi y Lina se hicieron inseparables. Al principio vivieron su historia de amor en la clandestinidad, pero no tardaron en dejarse ver en las fiestas, en los conciertos, convirtiéndose en la pareja más buscada de la vida social neoyorquina. Todos querían hablar con ellos, especialmente con Lina. El atractivo de la joven española comenzaba a ser el tema más comentado en los círculos artísticos de Nueva York. Todos querían conocerla, observar de cerca su belleza latina, tener la ocasión de entablar una conversación con la misteriosa española e incluso escuchar algunas de sus interpretaciones vocales para las que tanto se preparaba. Su capacidad para hablar hasta cinco idiomas, sus maneras educadas, su carácter divertido aunque salpicado deliciosamente de una inicial timidez que alguno podía confundir con cierta ingenuidad, y su talento para la música y el arte la convertían en el foco de atracción de toda fiesta. En una cena del Club Bohemian celebrada en honor del pianista Harold Bauer, Prokófiev le presentó a su amigo Arthur Rubinstein que, sin pretenderlo, cambió el destino de la pareja. "París es el lugar del mundo donde hay que estar en estos momentos. Allí se está gestando una verdadera revolución artística, están llegando creadores de todo el mundo... Se va a convertir en una fiesta a la que conviene no faltar. Y si me lo permite, querida Linette, usted puede ser una diosa en la ciudad de la luz. En realidad, puede serlo en el lugar del mundo que elija".

En París, Lina vivió su época más feliz. Los rincones de Montmartre, los paseos por el Jardín de Luxemburgo, el bulevar Saint Germain y el Barrio Latino, las terrazas de Le Dôme Café y La Closerie des Lilas se convirtieron en el hogar de la pareja, que se hizo asidua de la noche y de la vanguardia cultural vivida en el París de los años 20. Su grupo de amigos era Serguéi Diáguilev, Jean Cocteau, Ernest Hemingway, Charlie Chaplin, Maurice Ravel, André Breton, Francis Poulenc, Pablo Picasso, Igor Stravinski, Albert Camus... Después de una noche en Le Boeuf sur Le Toit, su gran amigo Diáguilev convenció al matrimonio para terminar la noche en casa de Coco Chanel, gran amiga suya desde que le financió el montaje de su polémica La consagración de la primavera de Stravinski. Las miradas de Coco y Lina enseguida se encontraron y su entendimiento fue mutuo. Sobre la muñeca de Lina cayeron las primeras gotas del entonces incipiente perfume Nº5 de Chanel. "Teniéndote delante no entiendo por qué a algunas mujeres les cuesta tanto entender el concepto de elegancia natural", le confesó Coco mientras se quitaba su abrigo y se lo ofrecía a Lina. "Cógelo. Me encantaría que te lo quedases". Ese abrigo acompañó a Lina toda su vida, en sus mejores noches, como la del estreno de la película Alexander Nevski cuya música compuso Prokófiev para deleite de Stalin, y en las peores, como las que pasó en el metro de Moscú, huyendo de los bombardeos de los aviones alemanes.

La vida del matrimonio en París era plena y los éxitos de él se sucedían por toda Europa y EEUU. Pero la muerte de su gran amigo Diáguilev en un hotel de Venecia, unida al fallecimiento de su madre, generó en Serguéi una sensación de orfandad que comenzó a alimentar su deseo de regresar a la URSS, pese a que sus amigos, especialmente los exiliados en París como Boris Vernin y Stravinski, pero también sus compañeros en Moscú como Miaskovski, Shostakóvich o Meierhold, le advertían de que no lo hiciera por la situación que vivía el país. Ni siquiera el extraño suicidio de su amigo el poeta Maiakovski le convenció de permanecer en París.

El gobierno ruso no paró de enviar emisarios a Francia con el único objetivo de convencer a Prokófiev. El deseo de volver a su tierra, interpretar su música como lo había hecho en Carnegie Hall de Nueva York, en el Palais Garnier de París o en el Teatro de Ópera de Viena sombreaba todos los miedos y recelos que pudiera tener. Ni siquiera la velada insinuación del director de la Filarmónica de Rusia, Yavorski, sobre Lina ("La foto de su esposa goza de tanto éxito en la Unión Soviética que le aconsejaría dejarla en París"), le hizo replantearse su decisión. "¿Qué te parecería ir a la Unión Soviética?". La pregunta de Serguéi encerraba todo un plan de vida que Lina no podía ni imaginar.

La orden de Stalin en 1936 era tener contento al recién recuperado compositor. Estrenos, montajes, conciertos, incluso la propia Lina hizo sus recitales en radio y teatro. Pero poco a poco la Unión Soviética se convirtió un continuo susurro tenebroso cimentado en la intriga y las delaciones, aunque Serguéi continuaba sin querer escucharlo. Sólo le interesaba lo que salía de su piano. Ni siquiera la detención y desaparición de amigos y compañeros le hizo replantearse su decisión de permanecer en Moscú. Cuando quiso hacer caso a los ruegos de Lina pidiéndole que abandonaran el país, ya fue demasiado tarde. El régimen de Stalin se lo impidió y no tardó en iniciar una campaña de presión y hostigamiento contra Prokófiev, a quien llegaron a acusar de formalista y enemigo del pueblo prohibiendo sus obras, y especialmente, contra su mujer, una peligrosa occidental con demasiada tendencia a salir a actos culturales, fiestas y bailes en embajadas extranjeras y que amenazaba con distraer al genial compositor del camino trazado por el régimen estalinista. De nada sirvieron los consejos de su amigo Boris Pasternak, por entonces inmerso en la escritura de su novela Doctor Zhivago, conminándola a reducir sus salidas y a no dejarse ver con tanta asiduidad ya que el régimen de terror instaurado por Stalin la observaba. Pero Lina era un espíritu libre y confiado, tanto que no vio el peligro que representaba una joven estudiante de literatura, Mira Mendelson, hija de dos importantes miembros del Partido y cuya misión en la vida era conquistar el corazón de Prokófiev. Algunos estaban convencidos de que había sido el propio Politburó el que había situado a esa mujer en la vida de Serguéi para separarle de Lina.

Los acontecimientos se precipitaron. Serguéi abandonó a su familia para irse con su nueva conquista para sorpresa de todos. Ante la posible entrada de las tropas alemanas en Moscú, el gobierno de Stalin evacuó a una gran parte de los artistas al Cáucaso. Hasta unos minutos antes de la salida del tren, Prokófiev intentó convencer a Lina y a sus dos hijos de que se fueran con él y con su nueva pareja para evitar que corrieran peligro en Moscú, pero no lo consiguió. El 15 de enero de 1948 Serguéi y Mira contrajeron matrimonio, sin que fuera necesaria una sentencia de divorcio previa de su enlace con Lina. La maquinaria estalinista se había movido para conseguirlo. Días más tarde, el 20 de febrero, Lina fue detenida y llevada a la prisión de la Lubianka, donde durante meses fue torturada en interminables interrogatorios hasta conseguir que firmara una declaración reconociendo su delito: traición a la patria y espionaje de una potencia extranjera. El 1 de noviembre de 1949 se celebró su juicio. Duró menos de 15 minutos. La sentencia la condenaba a "20 años de privación de libertad en un campo de reeducación de trabajos forzados con confiscación de bienes". Su respuesta al escuchar la sentencia fue una sonora carcajada que sorprendió y enmudeció a los miembros del tribunal. Ese mismo día, Serguéi sufría una insuficiencia vascular cerebral que hizo temer por su vida. A las pocas horas, Lina inició su viaje al que iba a ser su nuevo hogar en Komi, en el distrito de Intinsk, en la aldea polar de Abez. Lina Prokófiev sería una de las 29 millones de personas que se calcula fueron recluidas en los cerca de 500 campos de concentración que existieron a los largo de siete décadas de comunismo en la URSS. Se desconoce la cantidad exacta de fallecidos en el gulag. Las cifras oscilan entre 15 y 20 millones de muertos.

Nadie pudo hacer nada por ayudarla, ni Serguéi ... Si lo intentaban corrían el riesgo de ser detenidos, torturados y enviados al gulag, tanto ellos como sus familiares. Fueron ocho años los que pasó Lina en el gulag. Logró sobrevivir por su fortaleza, su amor incondicional a Serguéi, su pasión por la vida y su convencimiento de que al salir de allí recuperaría a su marido. Pero la tiranía del destino le tenía guardada una última sorpresa de la que difícilmente pudo recuperarse.

El 15 de junio de 1956 la condena de Lina fue anulada y su caso se archivó. "No existe hecho delictivo". Ella abandonó el gulag convencida de que los años que le quedaran con vida los emplearía en conservar el legado y la memoria de Prokófiev (ya fallecido). Y le quedaron años. Murió a los 91, en la madrugada del 3 de enero de 1989, rodeada de sus dos hijos, Sviatoslav y Oleg, y de sus amigos, convencida de que llevamos el destino escrito en el alma y seguramente en la piel, aunque no sepamos leerlo. Lina logró que un juez suspendiera la subasta de la carta que le envió Serguéi el día que la abandonó. No se sabe qué fue de esa misiva, si se deshizo de ella o si se la dio a sus hijos con la condición de que algún día fueran ellos quienes la destruyeran. Al contrario que hizo Prokófiev, que llegó a escribir varios diarios y publicar varias memorias, ella no quería dejar nada escrito por miedo a que fuera mal utilizado. Siempre prefirió la palabra hablada, excepto para reconocer y alabar a Prokófiev. Nunca quiso hablar su experiencia en el gulag, al que se refería metafóricamente como su "tiempo del norte", como si al negar toda mención al respecto negara también que un día ocurriera...

Toda su vida presumió de su origen español

"El destino en el que tanto confiaba Lina, hizo que encontrara su placa un 20 de octubre de hace cuatro años, el mismo día en el que ella nació en 1897 y en el mismo lugar. Había quedado a comer en un restaurante de la calle Bárbara de Braganza de Madrid. Necesitaba hacer una llamada y en el local no había cobertura. Fue entonces cuando la vi. Una lámina dorada en forma de rombo prendida en la fachada del edificio situado en el número 4 que el Ayuntamiento acaba de colocar: "En esta casa nació Lina Prokófiev (Carolina Codina Nemiskaya) 1897- 1989. Cantante y esposa del compositor Serguéi Prokófiev". Esa placa es uno de los pocos recuerdos que quedan de ella en Madrid. Toda su vida presumió de su origen español, luciendo una mantilla española en una audiencia con el Papa Pio XI , hablando de tauromaquia con Hemingway, conversando de la pintura de Goya y la música de Granados, Albéniz y Falla con Ravel y Diáguilev, presumiendo ante Charles De Gaulle de que los miembros de la División Leclerc que liberaron París de la ocupación nazi fueran españoles o cuando una noche, recorriendo Moscú en busca de alimentos en plena guerra con Alemania, le prometió a su hijo mayor Sviatoslav que un día le llevaría a Madrid para probar los famosos churros de su ciudad. Hasta el último minuto intentó hacerse con el certificado de nacimiento de su padre y nunca paró de buscar información sobre su historia familiar. Durante una gira por España de Prokófiev, a quien no pudo acompañar al tener que permanecer en Moscú con sus hijos, Serguéi le envió varias cartas, una de ellas fechada en Madrid el 19 de noviembre de 1935 en la que le informaba de sus indagaciones sobre su árbol genealógico: "Querida, abrí la guía telefónica y encontré nueve apellidos Codina: uno es médico, otro representante..." . Lina no pudo volver a España hasta finales de los 70, cuando, tras muchos intentos nada fructíferos por conseguir que le dieran un visado que le permitiera salir de la URSS, decidió escribir al director del Comité para la Seguridad del Estado, Iuri Andrópov, que más tarde sería secretario general del PCUS. Días más tarde, pudo viajar al extranjero. Aunque fijó su residencia en París, realizó ese viaje tan soñado a España. En Madrid continuó con sus pesquisas familiares y descubrió que parte de sus familiares habían emigrado a Argentina. Pidió a unos amigos que iniciaran los trámites para conseguir la partida de nacimiento de su padre, Juan Codina. La viuda de compositor catalán Federico Mompou, la pianista Carmen Bravo, la consiguió y no dudó en mandársela. Pero Lina nunca llegó a tenerla en sus manos, ya que el documento llegó unos días después de su muerte.

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