Mi hija Rebecca, de cinco años, sabía exactamente qué quería de regalo en la Navidad de 1977, así que me lo dijo. Aún quería el paraguas de plástico rosa y verde, con copa transparente, del que había hablado tanto: sería grandioso para ver cómo caía la lluvia sobre él. También quería libros, un camisón largo de franela y unas pantuflas mullidas. Todo eso estaba muy bien, pero, en realidad, sólo había una cosa que le importaba: una Casa de Ciudad de Barbie, con todos sus accesorios listos para armar. Saber eso me sorprendió. A ella no le gustaban las muñecas Barbie; prefería los animales de peluche, y no le llamaba la atención jugar en un ambiente estructurado. Rebecca siempre había sido una niña que establecía sus propias reglas, diseñaba su propio mundo y hacía las cosas a su manera. Pensé que el meollo del asunto tal vez no fuera la Barbie, sino la casa, un lugar que pudiera reclamar como suyo, pues nos habíamos mudado cinco veces a lo largo de su corta vida.
Al día siguiente, me detuve en el centro comercial. La enorme caja de la Casa de Ciudad de Barbie tenia dos letreros con exclamaciones: "¡Tres pisos de diversión con gran estilo! ¡El ascensor se detiene en todos los pisos!" Y uno que decía: "Se requiere un poco de ensamblaje" iAy no! Mi historial respecto a armar cosas era terrible. Nací en Brooklyn y me crié en edificios de apartamentos, con una familia que no construía nada. Unos años antes, me había tardado una semana en ensamblar un juego de jardín para niños; tenía tantas piezas, que me pasé las primeras cuatro horas clasificándolas y llorando, y las últimas dos horas tratando de averiguar por qué me sobraban tantas piezas.
Armé la casa de Barbie en la Nochebuena. Lograr que quedara nivelada, que no pareciera que las columnas se habían derretido y luego vuelto a congelar, y que el ascensor funcionara, fueron tareas que casi superaron mis fuerzas. Y hacerlo sin soltar palabrotas, en silencio para que mi hija no se despertara -si es que estaba durmiendo-, aumentó el reto.
Cuando amaneció, había yo terminado. Al poco rato Rebecca entró en la sala, con su oso de peluche bajo el brazo, fingiendo asombro y viéndose tan cansada como lo estaba yo. Su sorpresa tal vez haya sido falsa, pero su alegría fue absolutamente genuina y me conmueve hasta el día de hoy, 34 años después. Mi hija me había alentado a hacer algo que no creía yo poder lograr. Era algo para ella y, como mucho de lo que significa el privilegio de ser padre, logró aflorar lo mejor de mí y me permitió disipar algunas dudas respecto a mis habilidades. Ahora que lo recuerdo, tal vez había verdadera sorpresa en su rostro al ver la Casa de Ciudad, no por el regalo en sí, sino porque estaba ensamblada y seguía en pie bajo la luz matutina. O bien pudo ser algo más sencillo: quizá se sorprendió porque había pensado armarla ella misma.
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