Cada 25 de diciembre mi madre espera que sus hijos estén presentes en casa, intercambien regalos y coman pavo. Y cuando se pone su suéter navideño, más vale que todos se animen. Como era natural, yo iba a ser la primera Jorres en rebelarse. Por ser la segunda de tres hermanos y artista, quería seguir mis propias reglas y adoptar tradiciones nuevas. Una biografía de Flannery O'Connor me dio la idea: pasaría la Navidad ien una colonia de artistas! Nadie se alegró con la noticia. Por la forma como se quejó mi mamá, parecía que iba a divorciarme de la familia. Pero me mantuve firme e hice planes para mi aventura de invierno en New Hampshire.
La Colonia MacDowell era todo lo que podría yo haber deseado. En ella había 25 o 30 artistas, y era justo como la había imaginado. Me sentía como si fuera un personaje de una estrafalaria película independiente. Al llegar la Nochebuena, ya llevaba yo más de una semana en la colonia. Ver caer la nieve empezaba a aburrirme, pero no se lo habría confesado a nadie nunca. Todo el mundo se divertía de lo lindo. iPaseos en trineo y whisky! iCharlas sesudas frente a la chimenea! Todos felices menos yo. ¿Qué me pasaba? Era la fiesta decembrina de mis sueños: sin renos de plástico paciendo en el jardín de la casa, sin partidos de fútbol americano en la televisión y sin suéteres navideños a la vista. La gente allí ni siquiera decía "Navidad", sino "fiesta". El refinamiento más puro. Entonces, ¿por qué me sentía tan triste? Al final telefoneé a casa desde la sala común. Mi padre contestó, pero apenas oía su voz debido al intenso ruido de fondo de los artistas. Papá bajó el volumen del disco navideño de Stevie Wonder que estaba escuchando y me dijo que mi madre se había ido de compras con mis hermanos. Eso me enfureció: estaban pasando una Navidad estupenda sin mí.
En la mañana de Navidad, aunque caía una fuerte nevada, apareció un paquete grande junto a la puerta de mi habitación. En él estaba anotado mi nombre con la preciosa letra manuscrita de mi mamá. Levanté el paquete como una niña de cinco años. Contenía un pastel relleno con betún rojo, mi favorito, envuelto con un montón de plástico de burbujas. La sencilla tarjeta que lo acompañaba decía: Feliz Navidad. Te queremos mucho. Mientras rebanaba el pastel, todos los artistas me rodearon: jóvenes, viejos, ateos y creyentes. Mamá había enviado un auténtico regalo hecho en casa, no un simple capricho de moda. Fue un pequeño milagro navideño que un pastel haya alcanzado para tantos. Lo comimos con las manos sobre servilletas de papel, para satisfacer un hambre de dulzura que, sin saberlo, todos sentíamos.
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