Era el comienzo de los años 50, la poetisa estadounidense Elisabeth Bishop viajó a Río de Janerio a visitar a una antigua colega de la universidad, allí conoció a la arquitecta y paisajista autodicta Lota de Macedo Soares. Lo que pretendía ser un viaje de 10 días se convirtió en una relación de 15 años. En las dulces palabras de la nota de sala de la exposición encontramos un resumen del encuentro:
En el mismo año en que Elizabeth partía a circunnavegar Sudamérica en barco, Lota amasaba el paisaje para habitarlo, de las manos de Sergio Bernardes, a través de una casa extrañamente futurista y ancestral a partes iguales, una casa-pregunta, donde la inmaterialidad y la ligereza de la estructura metálica, sofisticada y audaz para el Brasil del momento, se asociaba con materiales asombrosamente rústicos: piedra, barro y un primer techo de paja que fue luego sustituido por una cubierta metálica. Coexistencia de lo cálido y lo frio, lo vernáculo y lo forastero, lo terrestre y lo marítimo.
Allí quedo abrazada por las obras de Lota, que por aquel momento había terminado una casa donde vivirían su encuentro cósmicoii. Ambas desarrollaban sus proyectos paisajísticos y poéticos rodeados de la mata brasileña. Lota tenía una vocación especial para la arquitectura siendo un ser autodicta que se había formado a través de experiencias como cursos y talleres en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Una pasión técnica arrolladora donde la melancolía minuciosa de la poesía había encontrado cobijo. Elizabeth comprendió la profundidad de su arquitectura y lo plasmó con sus propias de palabras en su libro Norte y Sur ganador del Premio Pullitzer en 1956:
Un discurso deslumbrante, en el que abundan las observaciones cotidianas junto a la experiencia plástica y mental, sostenido de una complejidad sensual tan sugestiva como inquietante; los claroscuros del amor; una singular captación e interpretación del paisaje, con imágenes distorsionadas e invertidas; una facilidad para el encuadre óptico, que recuerda, por un lado, a Hopper, y, por otro, a De Chirico; un acercamiento a lo onírico más que a lo surreal; una extraña capacidad para reflexionar, sin decirlo, sobre el deseo…
A medida que conocía más sobre esta historia descubrí eventos en la vida de Lota que se entrelazaban con figuras de referencia dentro del ”modernismo específico“iii brasileño, como uno de mis paisajistas de cabecera el señor Burle Marx.
Durante este romance Lota proyectó uno de los espacios verdes más importantes de la ciudad de Río de Janerio: el Attero do Flamengo, hoy Parque Brigadier Eduardo Gomes (un tema que bien merece otro post). El parque que comenzó Lota gracias al apoyo de su amigo Carlos Lacerda estaba basado en la forma de trabajar que había experimentado en Estados Unidos delegando tareas a diferentes actores profesionales. Fue así como dividió tareas: la arquitectura la dejó en mano de dos arquitectos, para la creación de los playgrounds contaba con una socióloga y una arquitecta, un ingeniero norteamericano realizaría la iluminación y existía un botánico para determinar la dirección de vivero y la reproducción de las plantas.
Su planificación del proyecto basada en la subdivisión de tareas mostraba un hacer diferente, diverso y talentoso, que con su fuerza y tenacidad era capaz de llevar a cabo pero que no compartía la aceptación de los grandes autores del momento. Así fue como surgieron los roces con Burle Marx que ya gozaba de gran reconocimiento, cuyo estilo se basaba en la improvisación y la autoríaiv. Lota contraría a la autoría individual dominante, se guiaba por su intuición y buen hacer sin dejarse aplastar por roles de genio.
Todas estas decisiones y especialmente el diseño de los playgrounds, propuesta por Ethel Bauser Medeiros representaban para Burle Marx el total desconocimiento de su maestría. Esto no tardó en convertirse en un enfrentamiento entre dos personalidades muy fuertes, Lota y Burle Marx, que condujo a la larga a una ruptura dividiendo al grupo de trabajo. Lota aplicaba lo que había aprendido en Estados Unidos, nada de improvisación, atribuyendo cada aspecto del proyecto a los profesionales más idóneos, pero estaba en Brasil, donde Burle Marx ya era un mito. Circunstancias políticas adversas iban a trabajar contra ellav.
La búsqueda de la autoría compartida la separaba cada vez más de Elisabeth que pasaba demasiado tiempo sola buceando en su melancolía en un país cada vez más ajeno a ella. Un lugar, una situación que ahogaba su poesía. Un poesía que le pedía volver a su origen.
Cuando el parque estaba prácticamente terminado, Elisabeth volvió a Estados Unidos en 1966, abandonando a Lota que cayó en una terrible depresión. Un año más tarde Lota viaja hasta Nueva York para recuperar el amor de Elisabeth: El mismo día en que llega a Nueva York, el 19 de septiembre de 1967, encuentra Elizabeth, y sentada en su regazo, la negativa de estar juntas. Ese mismo día, y sentada en el sofá de Bishop, Soares toma una sobredosis de tranquilizantes y muere varios días después, el 25 de septiembre.vi
Sobre lo sucedido, Elisabeth escribirá el poema Un arte.
Un arte
El arte de perder se domina fácilmente;
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que su pérdida no es ningún desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
El arte de perder se domina fácilmente.
Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:
lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar.
Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre.
Perdí el reloj de mi madre. Y mira, se me fue
la última o la penúltima de mis tres casas amadas.
El arte de perder se domina fácilmente.
Perdí dos ciudades, dos hermosas ciudades. Y aun más:
algunos reinos que tenía, dos ríos, un continente.
Los extraño, pero no fue un desastre.
Incluso al perderte (la voz bromista, el gesto
que amo) no habré mentido. Es indudable
que el arte de perder se domina fácilmente,
así parezca (¡escríbelo!) un desastre.
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