Se cuenta que con un viejo violín, un pobre hombre se ganaba la vida. Iba por los pueblos, comenzaba a tocar y la gente se reunía a su alrededor. Tocaba y al final pasaba entre la concurrencia una agujereada boina con la esperanza de que algún día se llenara.
Cierto día comenzó a tocar como solía, se reunió la gente, y salió lo de costumbre: unos sonidos más o menos armoniosos. No daba para más ni el violín ni el violinista. Y acertó a pasar por allí un famoso compositor y virtuoso del violín. Se acercó también al grupo y la final le dejaron entre sus manos el instrumento. Con una mirada valoró las posibilidades, lo afinó, lo preparó…y tocó una pieza asombrosamente bella. El mismo dueño estaba perplejo y lleno de asombro. Iba de un lado para otro diciendo: “¡Es mi violín…!, es mi violín…!, es mi violín…!”. Nunca pensó que aquellas viejas cuerdas encerraran tantas posibilidades.
Somos, en muchas ocasiones, como un viejo violín estropeado, y nos falta incluso alguna cuerda. Si intentamos tocar algo serio en la vida, sale eso… unos ruidos faltos de armonía. Y la fina, cada vez que hacemos algo, necesitamos también pasar nuestra agujereada boina; necesitamos aplausos, consideración, alabanzas… Nos alimentamos de esas cosas; y si los que nos rodean no nos echan mucho, nos sentimos defraudados; viene el pesimismo.
Qué diferencia cuando dejamos que ese gran compositor, Dios, nos afine, nos arregle, ponga esa cuerda que falta, y dejemos ¡que Él toque! Pero también en la vida terrena existen violinistas que nos pueden afinar; un amigo, un compañero, un maestro, o cualquier persona de la que podamos obtener conocimientos, un consejo, una buen idea, una corrección fraterna. Y quedaremos sorprendidos de las posibilidades que había encerradas en nuestra vida. Comprobamos que nuestra vida es bella y grandiosa cuando nos damos cuenta que somos instrumentos perceptibles y, si nos proponemos ser mejores, lucharemos constante e incansablemente por ser: un violín cada vez mejor afinado.
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