Francesco Petrarca (1304-1374) fue un poeta, historiador y arqueólogo italiano, considerado el primero de los grandes humanistas del Renacimiento. Su fama se debe principalmente a sus poemas en toscano, los sonetos de las Rimas y de los Triunfos, compuestos en honor de Laura de Noves, quien fuera el amor de su vida, y reunidos en el Cancionero, publicado en 1470.
Petrarca vio por primera vez a Laura al amanecer del Lunes de Pasión el 6 de abril de 1327, mientras ella rezaba en la iglesia de las monjas de Santa Clara, en Avignon. El poeta contaba entonces 23 años de edad y no era todavía el hombre del aspecto austero y el traje clerical con que se le conoció después. La muerte de sus padres lo había dejado dueño de una considerable fortuna. De Laura se cree que nació en Avignon en 1307. Se casó en 1325 con un caballero noble nombrado Hugo de Sade, de quien fue digna y leal esposa durante un cuarto de siglo.
Hasta siete años después de estar dominado por su pasión, no empezó Petrarca a componer versos en honor de su dama, los cuales llegaron a ser los versos más límpidos y melodiosos que todos los escritos en toda Italia antes de él. Mientras se mantuvo sin saber la pasión que lo había inspirado, Laura lo recibía complacida y hasta complaciente. Pero, una vez enterada de sus deseos, se echaba el velo al verlo. Antes de que ella procediese así, el poeta había tenido sobrado tiempo para admirar su belleza y, sobre todo, su cabello, que alababa como el más sublime de sus atributos físicos.
En su hermosísima “Canción decimoquinta”, Petrarca resaltó las tres principales perfecciones de su dama: el cabello rubio, su cuello de nieve y el suave sonrosado de sus mejillas.
Aunque no sin desesperación, el poeta se sometió a la reserva de su amada. Ya que ella no lo quiso, se entregó sólo a Dios. Se dijo cansado del mundo y no pidió nada más que un sepulcro de mármol con el nombre de Laura grabado sobre él. Su única distracción, su única razón para vivir fue desde entonces llenar al mundo con los ecos melancólicos de sus alabanzas a Laura. Al ver cómo evitaba ella su presencia, se impuso amarla desde lejos como único placer de su frágil existencia. Por ello se trasladó a Italia donde, sin dejar de amarla, hasta se casó cuando tenía 30 años con una joven, cuyo nombre y rango social no se supo y con la cual tuvo un hijo llamado Juan, que nació a principios de 1337, y una hija que vino al mundo algunos años después.
El 1 de mayo de 1347 se reencontraron casualmente Petrarca y Laura, ya no tan joven ni tan esquiva, en el jardín de “un anciano que había consagrado su vida al amor”, que se cree era Senuccio Delbenne, y de cuyas manos recibieron una rosa. Luego de tan alentador acontecimiento, el poeta regresó a Italia. Al despedirse de Laura, ella, con una tierna y cándida mirada pareció decirle: “llévate de mí cuanto puedas, porque no me volverás a ver”. Estaba rodeada de sus damas y parecía una espléndida rosa en medio de un jardín. Eran los días finales de 1347.
En abril del año siguiente, Laura se le apareció en sueños coronada de perlas y sentada bajo el laurel que había hecho símbolo de sus amores; se levantó y puso una mano entre las suyas.
Laura había fallecido a aquella misma hora después de tres días de enfermedad.
Petrarca escribió en el más querido de sus libros, en su manuscrito de Virgilio, el recuerdo de aquella aparición, documento con el cual concluyó la historia del amor que siempre sintió por ella.
Con sus poemas a Laura, Petrarca inauguró la tradición de la poesía amorosa en Europa y hasta el más insignificante poeta imita hoy, sin saberlo, al italiano con sólo alabar los ojos, el cabello o cualquier atributo destacado en la belleza de una mujer.
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