Sostiene un refrán griego que cuando los dioses quieren castigar a alguien le conceden lo que ha pedido. El “dictum” viene de perlas al caso de Oscar Wilde y de su pasión por un muchacho rubio, algo poeta, muy guapo y para remate, aristócrata.
En 1891, con la publicación en volumen de “El retrato de Dorian Gray” y la edición francesa de su obra “Salomé” (una cumbre del teatro simbolista y decadente) Oscar Wilde (1854-1900) estaba en uno de los momentos cumbre de su carrera estética. Sus enemigos –que no eran pocos en una Inglaterra más que tenazmente puritana- querían entender y aún saber que sus poses de dandy frívolo, su culta y cultivada actitud de estar más allá del bien y del mal y su declarado neopaganismo hedonista, ocultaban algo más que una teoría sobre la belleza, en parte heredada de su maestro Walter Pater. Y no se equivocaban, Wilde (espíritu báquico) amaba la vida y deseaba –como algún viejo humanista del Renacimiento- cambiar los encorsetados y rancios patrones éticos de esa vida. Pero todo ello no podía (no debía) decirse. Así es que los amores homosexuales de Oscar con chicos jóvenes –actores fáciles, aspirantes a escritores, entre ellos el joven poeta John Gray, que terminaría haciéndose clérigo anglicano- aún no habían salido a la luz. Reinaba (como debía ser) la doble vida.
Pero Wilde acababa de fijar en su novela el patrón mismo de su deseo: Dorian podía ser un viejo ideal de sí mismo, el muchacho hermoso que hubiese deseado ser, pero también la imagen imperecedera del chico al que deseaba amar. Y los dioses, tortuosos y sabios, se la concedieron. Estudiante en Oxford, aficionado a la poesía, refinado, bello y caprichoso, Lord Alfred Bruce Douglas (1870-1945) era el tercer hijo del irascible marqués de Queensberry –“el marqués Escarlata”, lo llamó Wilde- a quien debemos unas reglas sobre el arte del boxeo. El marqués no se llevaba muy bien ni con su mujer ni con sus hijos. Lord Alfred y Wilde se conocieron a fines de 1891, gracias al intermedio de otro joven poeta amigo de Wilde y compañero de Lord Alfred, Lionel Johnson, que llevó al muchacho –aparentaba menos edad de la que tenía- al domicilio conyugal de Oscar (casado y padre de dos hijos) en Tite Street.
Para muchos, en plena leyenda dorada o maldita, se trató de un amor a primera vista. Un flechazo de plata directo al corazón. Pero parece que no fue así. El trato llegó rápido y lento, y probablemente el más enamorado fue Wilde, aunque existieron etapas ¿Qué le pudo atraer a Oscar de Lord Alfred? No sería raro responder que todo. Desde la belleza a la posición social, no desdeñando tampoco que amaba divertirse y pasarlo en grande, y que escribía sonetos de muy pulcra factura. ¿Y qué pudo atraerle a Lord Alfred –a quien desde pequeño sus íntimos llamaban “Boisie”, algo así como “muchachito”- de Oscar Wilde? .
En primer lugar debió sentirse encantado de que se le rindiera quien en esos momentos era uno de los escritores más brillantes, famosos y polémicos de Gran Bretaña. Pero tampoco debió desconocer la leyenda oculta de Wilde: su amor al placer y a los chicos, y más aún, que Oscar entonces ganaba y gastaba mucho dinero, porque siempre fue manirroto y casi consideraba un lujo (y no se equivocaba) el tener deudas. Les esperaría, en adelante, pudo pensar, una gozosa y triunfal cabalgata: como la entrada de Dionisos en Antioquia. Y no erraba del todo.
La primera etapa de ese amor (del que el Londres social se hizo eco enseguida, entre el escándalo y la fascinación, pues la pareja no se ocultó nunca) no debió ser sino el amor mismo. Wilde amaba más pero era correspondido. En medio, hoteles caros, reservados, champán, guantes, sastrerías, pequeños antojos. Como todos los niños ricos, Lord Alfred no daba demasiada importancia al dinero y solía llevar muy poco encima. Su padre le escatimaba (para llevarle por el buen camino) y a su madre debía chantajearla a costa de la enemistad paterna. Wilde ponía lo que hiciera falta.
Esta bonanza dispendiosa (que Oscar pudo permitirse gracias al éxito de sus comedias) con sus naturales altibajos, duró hasta fines de 1893, más o menos. Después, satisfechos ya como pareja, “Boisie” le introdujo a Wilde (como para poner picante en la salsa) a un mundo subterráneo que el escritor no conocía o muy poco: el de la prostitución masculina. Fue Lord Alfred quien llevó a Wilde al discreto burdel de chicos, que cerca de Westminster, tenía el proxeneta Alfred Taylor. Allí conocieron (y compartieron) a muchachos buenos y atractivos, aunque también a más de un golfo chantajista, pues se encontraban en una situación prohibida, estando la homosexualidad en cualquiera de sus formas fuera de la ley. Pero Wilde llegó hasta a regalar a alguno de estos chicos pitilleras de plata con expresivas dedicatorias grabadas. A aquellas cenas entre chicos alquilados, Wilde las denominaba “festejar con panteras”. Oscar y “Boisie” (como contó André Gide) viajaron también a Argelia, a probar un placer muy refinado: las noches en la “kashba” con chicos árabes…
Luego llegó el cansancio y el escándalo. Wilde se quejaba de que no podía trabajar estando con Douglas, pero no sabía dejarlo. Y el marqués de Queensberry apretaba las tuercas, instando a su hijo a que abandonara –como escribió en una tarjeta, con falta ortográfica incluida- al que “posaba de sondomita” (sic). Wilde fue utilizado por la familia de su amiguito y por la fatalidad, y no supo librarse ni de una ni de otra. Tras tres juicios llenos de pública notoriedad e infamia puritana, Wilde resultó condenado a dos años de trabajos forzados, pena incivil que cumplió íntegramente y que en buena medida lo destruyó como escritor y como persona. En tanto, Boisie se había instalado en París –ciudad más libre que Londres- por prudencia. Era en mayo de 1895.
Cuando Wilde abandonó la prisión (y también Inglaterra para siempre) estaba convencido de que el egoísmo de Lord Alfred había sido el culpable de su ruina. Así lo había escrito –dolido- en esa estremecedora confesión que es el “De profundis”. Además su mujer le había impuesto como condición para pasarle una pequeña renta, que no volviese a ver nunca más a Douglas.
Nada se cumplió y Lord Alfred y Wilde se encontraron en Francia en septiembre de 1897. Boisie cuidó a Oscar, pero nada era tampoco ya lo mismo. En Nápoles, en noviembre de ese mismo año, se separaron para siempre, aunque volvieran a verse. Wilde sobrevivió algo como consumado sablista y entre chaperos. Y Douglas, que aparentemente sentó cabeza, se casó y negó cuanto pudo, pero tuvo el mitológico castigo de pasarse el largo resto de su vida (45 años) sin dejar de hablar de Wilde, primer mártir de la homosexualidad moderna.
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