Han pasado 75 años desde que la enfermiza obsesión por Wallis Simpson llevara a Eduardo VIII a renunciar al trono de Inglaterra. Y han transcurrido otros 25, desde que esa figura angulosa, altiva, elegante y extraña dejara este mundo en su apartamento de París, sola y sin recuerdos, porque su propia razón también le había abandonado mucho antes.
Sin embargo, aún hoy se intenta arrancar de su legado su auténtica personalidad, envuelta en una espesa nube de informaciones contradictorias y dudosas verdades.
Sádica y egocéntrica
Hace unos días, Madonna presentaba en el Festival de Venecia su última película como directora, 'W.E.' –crítica y público esperan que realmente sea la última–. En ella, la diva pretende descubrir a una Wallis enamorada y sensible, aunque superficial, tres adjetivos que podrían añadirse a una larga lista que surgen cuando se busca su nombre en internet: ramera, sádica, egocéntrica, voluble, anoréxica, fiel solo a sus intereses, frustrada por su matrimonio real y, para el más perturbador de sus biógrafos, un hombre, genéticamente hablando.
Coincidiendo con este protagonismo cinematográfico, se ha publicado el libro 'That Woman: A Life of Wallis Simpson, Duchess of Windsor', de la escritora Anne Sebba. En él ven la luz 15 cartas inéditas que Wallis remitió a su exmarido Ernest Simpson –a quien abandonó por el rey de Inglaterra– entre 1936 y 1937, documentación que aporta una nueva cara al prisma de su personaje.
Ahora conocemos, de su puño y letra, dos hechos tan novedosos como relevantes para interpretar su historia: uno, seguía enamorada de Mr. Simpson cuando se casó con Eduardo (junio de 1937); y dos, incluso antes de pasar por el altar, ya era consciente de que había cometido un terrible error y que no iba a ser feliz junto al duque de Windsor.
«Pienso en nosotros muchísimo, aunque trato de no hacerlo», confesaba Wallis a su ex en una misiva escrita durante la luna de miel que compartía con el hombre que había dado un reino por ella. En otra carta añadía que su nueva realidad «no era la vida encantadora, dulce y simple» que ella había imaginado cuando todavía solo era la amante del rey. Con una contundencia demoledora, afirmaba: «Es una pena que esto haya sucedido a dos personas que se llevaban tan bien. Las cosas no deberían haber sido así».
Es posible que Eduardo no conociera los sentimientos de su esposa, aunque resulta poco probable. El hecho de que siguieran juntos durante décadas tampoco es una prueba de que fuera así. La personalidad masoquista del duque, fruto del desprecio que su padre, el rey Jorge V, sentía hacía él, hizo que su relación con Wallis –y en menor medida con el resto de las mujeres y hombres, según numerosos testimonios de la época, con los que compartió lecho– se fundamentara en una dependencia patológica, mucho más que en la afinidad de caracteres o en la pasión carnal.
En palabras de Winston Churchill, gran amigo del duque, su relación era «psíquica más que sexual, y sensual solo ocasionalmente». Él era capaz de soportarlo todo con tal de seguir a su lado, como pudo comprobar uno de los sirvientes del palacio de Buckingham cuando vio al soberano en decúbito prono pintando las uñas de los pies a su pareja.
Prisionera en palacio
En la Navidad de 1937, Wallis escribió otra carta a su ex para disculparse por no haberle comprado un regalo, ya que no había podido escapar de su «prisión». «Donde quiera que estés, puedes estar seguro de que no pasa un solo día en el que no piense durante unas horas en ti», concluía. Es evidente que no compartía los mismos sentimientos que su esposo, entonces ¿por qué siguió con él?
Era la prisionera de una obsesión, una Alicia en un País de las Maravillas tan falso como su amor por Eduardo. ¿Qué la retenía a su lado? ¿Las amenazas del duque de quitarse la vida si le abandonaba? Existieron, en efecto, según sus amigos los millonarios Vanderbilt, pero probablemente esa no fue la principal razón para que una mujer tan decidida se abandonara a un destino amargo.
Probablemente tuvo miedo, sin más. Antes de la abdicación (diciembre de 1936), Wallis relataba a Ernest Simpson: «Me siento pequeña y machacada por todos». En esa época, vivía bajo el temor a un atentado, incluso recibió una amenaza de bomba. «Estoy aterrorizada en la Corte», reconocía en las misivas.
Quizá por ello, aseguraba a su ex que quería huir del país. No lo hizo entonces porque su única salvaguarda era Eduardo. Sin él, no tenía a dónde ir ni contaba con recursos económicos. Ernest se había vuelto a casar y él sí estaba enamorado. Sin duda, un nuevo divorcio la habría convertido en una paria social.
Además, sin la protección del apellido Windsor, la familia real británica hubiera visto la oportunidad para saldar cuentas con «la ramera yanqui», aireando verdades incómodas y haciendo publicar rumores que circulaban por los pasillos de palacio: su currículo de joven buscona en su Pensilvania natal (EE. UU.); su aprendizaje de las artes amatorias en los prostíbulos de China junto a su primer marido, el oficial de la Aviación americana Winfield Spencer, o el supuesto embarazo fruto de la relación con uno uno de sus amantes, el italiano Galeazzo Ciano, y el posterior aborto que destrozo su útero y la impidió tener hijos.
No, no había nada más allá de Eduardo. Él significaba dignidad, seguridad y fortuna. De modo que ambos afrontaron su situación: a Eduardo le bastaba con tenerla junto a él y responder a sus demandas sin pedirle nada; ella se conformaba con ser una Windsor y lucir espléndida en las fiestas. Poco más tenían en común. De hecho, según Georges, el fiel mayordomo de la pareja durante décadas, compartían lecho pero nunca había sexo en él.
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