La terrible historia de D. Pedro y Dª Inés, a bela garça, transcurrió en el convulso Portugal de principios del Siglo XIV. Sólo aspiraban a amarse, pero la fatalidad los hizo protagonistas y víctimas de la compleja política ibérica; en aquel tiempo aún más confusa por la implicación de los reinos peninsulares en la guerra de los Cien Años, comenzada en 1337.
En seis siglos, es probable que, con ánimo de embellecerla, la historia haya incorporado alguna escena de dudosa veracidad. Pero el cuerpo principal del romance está documentado con rigor, resultando tan estremecedor, que no necesitaría adorno alguno para transmitir tal halo de tragedia que la convierte en incomparable.
PRINCIPALES PERSONAJES
Dª Inés de Castro (1320 -1355): La heroína de nuestro relato.
Nacida en la comarca de Limia, en la actual provincia de Orense, tierras de la profunda Galicia. Hija natural de Pedro Fernández de Castro y Aldonza Soares de Valladares; su destino estuvo en gran parte marcado por los orígenes familiares. Al ser biznieta de Sancho IV de Castilla, resultaba prima segunda de Pedro I. Sus dos hermanastros, hijos legítimos del padre, participan en numerosas revueltas palaciegas que influyeron en el desenlace fatal.
Queda huérfana de madre siendo muy niña, fue enviada al castillo de Peñafiel (Valladolid), donde creció en compañía de Constanza Manuel, destinada a ser su dama de compañía. En tal desempeño escolta a su señora y amiga a la corte lusitana donde debe reunirse con su marido, el príncipe Pedro.
El Príncipe heredero, D. Pedro (1320 – 1367): ¿Héroe o villano? No es fácil discernir; la Historia lo recuerda con los apelativos de “El Cruel” y también “El Justiciero”.
En 1329 se pactó sus esponsales con la princesa Blanca de Castilla; la unión nunca se consumó, al parece por impedimento físico y mental de la novia y el vínculo fue anulado. En 1334 se acuerda una nueva boda con Dª Constanza Manuel. Nadie podía imaginar el trágico desenlace de la unión.
El Rey de Portugal, D. Alfonso IV, “El Bravo” (1290 – 1357). El malvado del romance. Dueño de vidas y haciendas no vacila en eliminar cuanto se interpone en sus deseos.
Hijo de D. Dinis y la reina Santa Isabel. Casó con la infanta Dª Beatriz, hija del rey Sancho IV de Castilla. De temperamento belicoso, las crónicas lo muestran en continuo enfrentamiento con padre, hermanos y hermanastros; con la vecina Castilla mantuvo innumerables guerras. Según los usos de la época, la consiguiente “paz perpetua” era sellada con bodas reales. Además de la propia, los dos casamientos que concertó para su heredero, fueron con sendas nobles castellanas.
La Princesa Constanza Manuel (1318 – 1349): Víctima inocente de la fatalidad. A pesar de intentarlo, no pudo evitar la infidelidad de su marido.
Segunda esposa de D. Pedro. Cuando sólo contaba cuatro años, su padre, el Infante D. Juan Manuel II, intentó convenir su casamiento con el rey de Castilla, Alfonso XI; fracasado en su ambición, vuelve la mirada hacia el entonces príncipe Pedro de Portugal, esta vez con éxito. La boda se realiza por poderes y cuatro años más tarde marcha a Lisboa a reunirse con su marido, propiciando de manera inocente el drama que nos ocupa.
La historia de amor
El desastre comienza a gestarse alrededor del año 1338, fecha en que la comitiva nupcial de Dª Constanza Manuel hace su entrada en la corte lusitana. La ceremonia religiosa se celebra en la Catedral de Lisboa, oficiada por el propio Arzobispo, con la pompa que exige el rango social de los contrayentes.
Las crónicas narran que, ya en el primer encuentro, D. Pedro quedó prendado de Dª Inés, a quien describen como: “bellísima, de esbelto cuerpo, ojos claros y colo de garça”. No se conoce con exactitud cuando nació la pasión entre ambos jóvenes, pero debió ser con relativa presteza. Lo confirmaría una anécdota ocurrida en 1343. Constanza urde una estratagema para separar a los enamorados; designa a Inés madrina del recién nacido infante D. Luis, confiando en que el parentesco espiritual así adquirido indujese a los amantes a poner término a la relación. No se sabe si el artificio surtió efecto, la fortuna, una vez más, se muestra esquiva con la princesa. El infante muere a los pocos meses y el romance continúa.
Ante el giro de los acontecimientos, el rey decide actuar con energía. Destierra a Inés de Portugal, confiando en que la separación física de los amantes mitigue su ardor. La maniobra surte poco efecto. En espera de tiempos mejores, de acuerdo con D. Pedro, la novia busca refugio en el castillo de Albuquerque, pequeña localidad extremeña a la vista de la frontera portuguesa.
En Octubre de 1345, muere la infortunada Constanza al dar a luz al Infante D. Fernando. La viudedad del príncipe elimina gran parte de las razones de escándalo aducidas por los contrarios al idilio, circunstancia que D. Pedro aprovecha de inmediato. En contra de la voluntad real, rescata a Dª. Inés del exilio; la pareja marcha a vivir lejos de la corte, al norte de Portugal, allí nacieron sus cuatro hijos, los Infantes D. Alfonso (muerto aún niño), D. João, D. Dinis y Dª. Beatriz. Mas adelante, ante la aparente calma de la situación, retornan a Coimbra, yendo a vivir en la vecindad del Convento de Santa Clara, en una finca situada en las laderas del valle que baña el río Mondego. En recuerdo de los sucesos que narramos, el solar se donde se asentaba es llamado “Quinta das lágrimas” (¿Algún idioma iguala al portugués en poner nombre al hado?)
En esta época feliz el príncipe se alejó de la política, de la corte y de sus obligaciones de heredero. Pero pronto, la apacible vida de los amantes se verá turbada por causas a las que desearían permanecer ajenas. Un sinfín de circunstancias confluyen para sellar el destino fatal de nuestra protagonista.
• En primer lugar se encuentra la cuestión dinástica: Alfonso IV intenta varias veces organizar para su hijo una tercera boda con princesa de sangre real, pero Pedro rechaza tomar otra mujer que no sea Inés. El único hijo legítimo de Pedro, el futuro rey Fernando I de Portugal, se mostraba un niño frágil, mientras que los bastardos de Inés prometían llegar a la edad adulta. Si el infante muriese, sin duda reclamarían derechos a la corona, sumergiendo al reino en nuevas calamidades.
• En segundo término hallamos la complicada situación política: Los reinos peninsulares se han convertido en campo de batalla diplomática, donde Inglaterra y Francia, enfrentados en su interminable guerra, tratan de atraerlos a su bando. Las diputas internacionales entremezcladas con las propias luchas dinásticas, justifican el apelativo de “época turbulenta”. D. Fernando y D. Álvaro Pires de Castro, hermanastros de Dª Inés, aparentan un progresivo ascendiente sobre el príncipe, induciéndolo a inclinar su política hacia Castilla, donde llega a presentar su candidatura al trono.
El Rey aunque preocupado por las implicaciones políticas que conlleva la influencia de la familia Castro, es en particular sensible el riesgo de futuros conflictos civiles enfrentando hijos legítimos con bastardos, moneda de cambio en la época. La reiterada negativa del príncipe a contraer nuevo matrimonio real no contribuye a ahuyentar los temores. Dª Inés es un obstáculo en apariencia infranqueable. Parecería que sólo la muerte podría separar a los enamorados.
¿La muerte? No es obstáculo insalvable. En consejo celebrado en el palacio de Montemor-o-Velho D. Alfonso presta su conformidad al asesinato de la infortunada enamorada. La sentencia se ejecutará en la propia residencia de la pareja en Coimbra, aprovechando alguna ausencia de D. Pedro, muy aficionado a la caza.
Llegados a este punto, las versiones discrepan sobre la secuencia de los hechos, la más enternecedora afirma que el rey manda llamar a Dª Inés para comunicarle la sentencia fatal. Ella acude acompañada de sus cuatro hijos. El gran Luis Camões en la estrofa 127 del canto III de “Os Lusíadas” narra así la petición de clemencia de Dª Inés:
Ó tu, que tens de humano o gesto e o peito
(Se de humano é matar hûa donzela,
Fraca e sem força, só por ter sujeito
O coração a quem soube vencê-la), A estas criancinhas tem respeito,
Pois o não tens à morte escura dela;
Mova-te a piedade sua e minha,
Pois te não move a culpa que não tinha.
¿Las súplicas surtieron efecto? En principio así lo parece, el rey autoriza el regreso de Inés a su residencia; pero de inmediato cambia de parecer y ordena a tres cortesanos cumplir la sentencia. Otras crónicas no recogen esta entrevista; el veredicto se ejecuta nada más pronunciado.
Existiese o no la audiencia real, todas las versiones coinciden en la continuación: Pero Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco se dirigen al Monasterio de Santa Clara, próximo a la “Quinta das lágrimas”, que alojaba a Inés y sus hijos en la ausencia de D. Pedro. En el jardín, en presencia de los niños, la degüellan sin piedad. Era el 7 de Enero de 1355.
La Venganza
La desaparición de Inés no propició la esperada tranquilidad. De inmediato D. Pedro culpa a su padre del asesinato. En unión de los Castro, agrupa en torno suyo una facción de la nobleza y encabeza una revuelta contra el Rey. Los sublevados llegan a poner sitio a Oporto, pero antes de que las aguas salgan por completo de cauce, la reina Dª Beatriz interviene entre los contendientes, logrando, sino la reconciliación, al menos la paz, que se formaliza el 15 de Agosto del mismo año en Canaveses. Por este acuerdo, el rey delega una parte importante de sus responsabilidades en el heredero, quien, a cambio, depone las armas, promete olvidar el pasado y perdonar a todos los implicados en la conjura que acabó con la vida de Dª Inés.
El comportamiento de D. Pedro, en contra de la leyenda que trata de mostrarlo desconsolado, es bastante contradictorio. La revuelta contra el padre, principal responsable del crimen, no parece muy convincente; en tan solo ocho meses aplaca su ira hasta el punto de llegar a un acuerdo favorable para sus aspiraciones de poder. En 1356, apenas un año después del crimen, Dª Teresa Lourenço le da un nuevo hijo, el futuro João I, vencedor de los castellanos en la batalla de Aljubarrota e instaurador de la dinastía Aviz: es el auténtico superviviente de toda la trama
En 1357 muere Alfonso IV, el heredero pasa a ceñir la corona y da comienzo una venganza, tan cruel, que ha pasado a los anales.
Los asesinos de Inés, por consejo del rey moribundo, buen conocedor de su hijo, se habían exilado a Castilla. D. Pedro negocia con el rey castellano – que por capricho del destino tiene igual nombre y apodo, Pedro I, “El Cruel” o “El Justiciero” y también arrastra una amplia historia de pasiones – intercambiar los tres verdugos por algunos refugiados en Portugal. Como no podía ser menos, los reyes llegan a un acuerdo, Pero Coelho y Álvaro Gonçalves son devueltos a Portugal; Diego Lopes Pacheco, más afortunado, consigue cruzar a tiempo la frontera con Aragón y de allí pasa a Francia, donde se pierde su rastro.
La venganza fue consumada en el palacio de Santarém en presencia de otros cortesanos. D. Pedro mandó preparar un espléndido banquete de ceremonia mientras las víctimas eran amarradas a sendos postes de suplicio y torturados con toda crueldad. Luego, mientras comía con parsimonia, (e bebe o seu vinho tinto, según las crónicas portuguesas) ordenó al verdugo arrancarles el corazón: a Gonçalves por la espalda y a Coelho por el pecho. Por último, insatisfecho con el tremenda martirio, aún tuvo ira suficiente para morder aquellos corazones, que para él, por siempre serían malditos .
El Mito
En 1360, el ya rey Pedro I realizó en presencia de la corte la famosa declaración de Cantanhede, jurando que un año antes de la muerte de Inés ambos habían contraído matrimonio secreto. De esta forma ella alcanzaba el rango de reina y se legitimaban los hijos habidos en aquella unión. Los historiadores dudan de que la boda se hubiese podido celebrar; los contrayentes eran primos, para que el matrimonio fuese válido debían solicitar bula papal, documento imprescindible, de cuya existencia no se tiene prueba alguna.
D. Pedro, no muy dado a sutilezas legales, actuó acorde a su juramento. En el Monasterio de Alcobaça, sede de la mayor iglesia portuguesa, ordeno esculpir un túmulo funerario para Inés. Cuando estuvo finalizado, ordeno el solemne traslado de los restos desde Coimbra hasta la nueva sepultura. La lúgubre comitiva que trasportaba el cadáver, enlutada con todo rigor, era encabezada por el propio rey acompañado por prelados, cortesanos y burgueses. En el camino, el pueblo llano era obligado a salir a su paso, llorando y rezando por el alma de la fallecida.
Prosigue la leyenda. Una vez llegados a la corte, destino final de la comitiva, el cadáver se engalanó con vestimentas reales y sentado en el trono, todos los nobles fueron obligados a prestarle homenaje como reina de Portugal, besando su mano en señal de fidelidad y vasallaje. Por último, se depositó con enorme protocolo en el bello sepulcro tallado para ella.
La crónica moderna duda que la macabra ceremonia tuviese lugar; entonces ¿Cómo se explica el arraigo de la leyenda? Quizá, el dramatismo de la escena es tan intenso, que ha impresionado la imaginación popular hasta el extremo de convertirla en el núcleo central del mito de nuestra heroína, la desgraciada Inés de Castro ¡REINÓ DESPUÉS DE MORIR!
La última escena, en mi opinión la más hermosa, sucede siete años más tarde. Antes de morir el rey encarga tallar para él, otro túmulo funerario en el mismo estilo que el anterior de Inés; ambos tenían que ser colocados pies contra pies para que, el día de juicio, al despertar, lo primero que viese cada amante, con sus miradas cruzadas frente a frente, fuese la figura del otro, Ambas sepulturas, de estilo gótico, pueden admirarse en el Monasterio de Alcobaça. Se consideran los más bellos ejemplares del arte funerario portugués.
La última escena, en mi opinión la más hermosa, sucede siete años más tarde. Antes de morir el rey encarga tallar para él, otro túmulo funerario en el mismo estilo que el anterior de Inés; ambos tenían que ser colocados pies contra pies para que, el día de juicio, al despertar, lo primero que viese cada amante, con sus miradas cruzadas frente a frente, fuese la figura del otro, Ambas sepulturas, de estilo gótico, pueden admirarse en el Monasterio de Alcobaça. Se consideran los más bellos ejemplares del arte funerario portugués.
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