viernes, 16 de marzo de 2018

Dora Carrington & Lytton Strachey



Nada sabía Dora Carrington, la chiquilla inconformista que obtiene a los diecisiete años una beca de estudios para la Slade School of Art de Londres, de los cambios y vicisitudes que iba a sufrir en su densa aunque muy corta vida. De lo que sí empezaba a ser consciente era del ambiente liberal de la escuela, situada en el núcleo cultural londinense, y de la matriculación en ella de alumnas, así como de la coeducación en la enseñanza.

Dora, en su “horrible niñez” -como contaría más tarde-, tenía endiosado a su padre, un ingeniero de la Compañía de Ferrocarril de las Indias Orientales a quien sus innumerables viajes por el mundo le habían hecho llano y receptivo y a quien su hija dibujaba casi de forma enfermiza. A su madre la despreciaba. Antes de casarse había sido institutriz, y su hija la veía puntillosa y meticulosa. Para ella no dejaba de ser una mujer vulgar, común, restrictiva y dominante.

Nacida en 1893 en Hereford -Reino Unido-, Carrington huyó como pudo, desarrollando la aversión al sexo. Según Noel, su hermano pequeño, para la madre de ambos “resultaba impensable cualquier referencia al sexo o a las funciones físicas normales”. Paralizada y sin poder volar, su vida fue bastante poco común, extraña y bisexual. En 1915, a los veintidós años, conoce al que sería desde entonces el amor de su vida, su deidad, el biógrafo Lytton Strachey, cuando este tenía treinta y cinco años; un representante de los intelectuales que componían el grupo de Bloomsbury, junto con Virginia Wolf, Gerald Brenan, Bertrand Russell, el economista John Keynes, o el doctor Cecil Reddie, pedagogo y director utópico de la progresista Escuela Abbotsholme, entre otros.

Si pueden captar nuestra atención las vidas desoladas, de solución adversa, aquellas que parecen abocadas a una relación de azares tristes y desdichados, en absoluto es por una curiosidad detestable y malsana; sí lo es porque, seguramente, todos tenemos en mayor o menor medida la sensación de estar siendo perjudicados, destruidos aunque no derrotados, como escribía Ernest Hemingway en ‘El viejo y el mar’. Nos quedarán las pequeñas o mayores glorias de esos protagonistas -el sistema les calificará siempre de antagonistas- que eligieron su autodestrucción. Admiramos la calidad de Dora como pintora y retratista, su palabra encendida y su vigor que no casaba con la convención, con el tiempo victoriano en que vivió, no siéndole difícil vivir con los jóvenes insumisos de Bloomsbury.

Asimismo, este grupo de bohemios la pretendió soñadora y delicadamente. En Bloomsbury fue acunada, considerada, y también exaltada. Su marido fue Ralph Partridge, el cual se había ido a vivir con Lytton y Dora. Su amante, Gerald Brenan; y su amiga, Virginia Wolf. Pero de quien estaba rendida y a quien se entregó a la felicidad de él fue Lytton Strachey. Dora sobrevivió al ménage poligonal que se estableció entre ellos, al haberse enamorado Lytton de Ralph. Nada pudiera haber acabado con el intenso amor que se prolongó durante toda su vida. El trato de Strachey con Carrington fue más bien paternal, además de darle una formación literaria mientras ella pintaba, llevaba la casa y le adoraba.

Allí se encontraba lejos, aunque ya la había marcado, del dominio opresivo y del poder angustioso de su madre extremadamente puritana. El ritual de ir a la iglesia y la vida dominical llegaron a ser tan detestados por Dora que una vez libre solo sabía perderse en la pintura y en las necesidades materiales de Lytton. Más allá de las diferentes opciones sexuales de ambos, Carrington profesó a Strachey una lealtad sin límites, y este sorprendió el amor de una mujer únicamente en la contemplación de ella.


Lytton viajaba mucho, incluso se separaban uno o dos meses en los que el escritor le remitía extensa y entretenida correspondencia. Le escribía cuanto descubría, cuanto contemplaba y percibía, teniéndola al corriente. Y Dora comenzó a entender su propio descuido de la educación formal y de comprensión literaria. Se dolía de no lograr escribirle adecuadamente; según sus propias palabras, se le manifestaba como algo excesivamente trabajoso y complejo. Sin embargo, no por ello dejó de haber entre ambos un compañerismo hasta el final de sus días. Este amor de Dora hacia Lytton haría tambalearse constantemente la amistad y sintonía con los otros miembros del grupo, como fue el caso de Brenan su arrebatado amante de quien se iba distanciando Dora.

No fue Carrington una mujer contradictoria; sí, exagerada y, a veces, disparatada. Que se encaramase desnuda y en pose alada encima de una estatua puede hacerla ser ambas cosas, pero no contradictoria. Eran los años 20, entre el desastre de la primera gran guerra y la Depresión del 29. Dora y el grupo de Bloomsbury viven una década como la vive todo el mundo: el entusiasmo y el delirio como recetas ante las sombras en que les había dejado la contienda. Vientos, y muchas veces ciclones, querían despejar esas sombras y, de sus cenizas, generar algo totalmente diferente. Y en el centro de esa novedad se encontraba Dora Carrington. Y cuando Lytton Strachey muere, Dora se encuentra sola y sin ninguna motivación. Su vida no tiene sentido. Su suicidio, a la edad de 39 años, temido y casi anunciado por sus amigos comunes, fue inevitable. Fue coherente con sus sentimientos y con una personalidad dependiente.

Lytton le dejó heredera de una pequeña fortuna, por afecto y por el desvalimiento económico en el que se encontraba.


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