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jueves, 4 de enero de 2018

Una feliz y boba Navidad



Mi mejor Navidad fue el año en que tuvimos a Ken y a Barbie en la punta de nuestro árbol. Primero pusimos allí un ángel, y luego a los muñecos. Dejen que les cuente todo. Cuando mi hija, Halley, tenía cuatro años de edad, contraté a un bailarín de ballet, Randy, para que la cuidara algunas tardes por semana. Era alto, jovial y seguro de sí mismo, siempre con el pecho por delante, y aunque apenas tenía 27 años, era resuelto y de carácter firme. A lo largo de cuatro años, él y la niña recorrieron la Ciudad de Nueva York en busca de aventuras: escalar la escultura de Alicia en el País de las Maravillas en el Central Park, o sonreír a los pequeños y graciosos pingüinos en el zoológico. Tenían su propio mundo y sus propias pasiones: una devoción a los helados, a Elmo y a Pee-wee Herman. Randy organizaba las fiestas de cumpleaños de Halley a la perfección.

Un año declaró que el tema era Peter Pan y le confeccionó a la niña un traje de Campanita, con cascabelitos en el dobladillo, y convenció a mi padre para que se presentara en la sala con un sombrero de pirata de ala ancha y un garfio falso en vez de mano. Randy también se encargaba de mis fiestas para adultos, y decidía mis atuendos, para lo cual buscaba y rebuscaba en las tiendas de segunda mano hasta encontrar el collar de piedras de fantasía que hiciera juego con el vestido que ya me había obligado a comprar. Cuando Halley tenía ocho años, Randy se marchó de Nueva York para dirigir una compañía de ballet sin grandes ambiciones en una pequeña ciudad de Colorado. Allí daba clases de baile, creaba coreografías y animaba a secretarias y vendedores de computadoras para que ejecutaran algunos pasos de ballet en el escenario. Halley lo echaba mucho de menos, al igual que toda la familia, pero Randy le llamaba por teléfono a menudo y le enviaba vestidos preciosos; cuando podía, nos visitaba en la Navidad.

El año en que mi hija cumplió 10 de edad, di a luz a otra nifia. Ese mismo año le diagnosticaron sida a Randy. Sin el menor asomo de autocompasión. por teléfono me dijo que le quedaban unas cuantas células T y que había decidido llamarlas Hugo, Paco y Luis. Parecía una locura que viajara, que se arriesgara a que alguno de nosotros estornudara y lo hiciera enfermar de pulmmúa, pero él quería visitarnos, y lo hizo. Seguía siendo el Randy alegre y afectuoso de siempre. Aunque estaba terriblemente delgado, con los pómulos hundidos, los ojos le brillaban.

Se llevó a Halley a recorrer la ciudad una vez más, con su hermanita, Julie, sujeta a su pecho con un portabebés de tela. -Tenemos que hacer algo con este árbol -nos dijo Randy un día. A mí el árbol, con sus mofios rojos, me parecía bien, e incluso me enorgullecía un poco de que sus ramas brillaran con los adornos. Unos días después, la mafiana del 31 de diciembre, Randy reunió a toda la familia. Uevaba puesto el viejo sombrero de pirata, que sacó de una caja de disfraces, del cual colgaban serpentinas de colores y le caían como pelo hasta los hombros. Mientras lo observábamos -yo malhumorada al principio, pues me preguntaba hasta qué punto debíamos ser pacientes con un invitado moribundo, aunque lo amáramos como si fuera nuestro hermano-, quitó los adornos del árbol, y luego sacó más serpentinas y un montón de silbatos y botellitas de champán de plástico.

-Ahora lo convertiremos en un árbol de Afio Nuevo -anunció. iUn árbol de Afio Nuevo! iPor supuesto! Arrojamos las serpentinas al árbol, y atamos los silbatos y las botellitas en todas sus ramas. -Y ahora, amigos míos, lel broche de oro! -exclamó Randy. Estirándose cuan largo era, hasta la punta del árbol, quitó el ángel dorado de papel maché y en su lugar colocó los muñecos de Halley: Ken, ataviado con esmoquin, y Barbie, con un vestido de gala esplendoroso.
-IMiren ahí! -dijo, y esbozó una enorme sonrisa.
Era un árbol ridículo, pero maravilloso, feliz y perfecto. Randy vivió un año y medio más. Ninguno de nosotros superará su muerte, puedo jurarlo, pero cada Navidad brindamos por él, por su árbol, por su gran carácter y por la Navidad en que nos ensefió que la valentía es un hombre con un sombrero de pirata y bobas serpentinas como pelo.

Jenny Allen es autora de un libro de fábulas para adultos titulado The Long Chalkboard. ilustrado por su esposo, Jules Feiffer, y un monólogo suyo sobre el cáncer de ovario, I Got Sick Then 1 Got Better, se ha presentado en teatros, hospitales, universidades y conferencias sobre el cáncer en todo Estados Unidos.



martes, 2 de enero de 2018

Se requiere un poco de ensamblaje



Mi hija Rebecca, de cinco años, sabía exactamente qué quería de regalo en la Navidad de 1977, así que me lo dijo. Aún quería el paraguas de plástico rosa y verde, con copa transparente, del que había hablado tanto: sería grandioso para ver cómo caía la lluvia sobre él. También quería libros, un camisón largo de franela y unas pantuflas mullidas. Todo eso estaba muy bien, pero, en realidad, sólo había una cosa que le importaba: una Casa de Ciudad de Barbie, con todos sus accesorios listos para armar. Saber eso me sorprendió. A ella no le gustaban las muñecas Barbie; prefería los animales de peluche, y no le llamaba la atención jugar en un ambiente estructurado. Rebecca siempre había sido una niña que establecía sus propias reglas, diseñaba su propio mundo y hacía las cosas a su manera. Pensé que el meollo del asunto tal vez no fuera la Barbie, sino la casa, un lugar que pudiera reclamar como suyo, pues nos habíamos mudado cinco veces a lo largo de su corta vida.

Al día siguiente, me detuve en el centro comercial. La enorme caja de la Casa de Ciudad de Barbie tenia dos letreros con exclamaciones: "¡Tres pisos de diversión con gran estilo! ¡El ascensor se detiene en todos los pisos!" Y uno que decía: "Se requiere un poco de ensamblaje" iAy no! Mi historial respecto a armar cosas era terrible. Nací en Brooklyn y me crié en edificios de apartamentos, con una familia que no construía nada. Unos años antes, me había tardado una semana en ensamblar un juego de jardín para niños; tenía tantas piezas, que me pasé las primeras cuatro horas clasificándolas y llorando, y las últimas dos horas tratando de averiguar por qué me sobraban tantas piezas.

Armé la casa de Barbie en la Nochebuena. Lograr que quedara nivelada, que no pareciera que las columnas se habían derretido y luego vuelto a congelar, y que el ascensor funcionara, fueron tareas que casi superaron mis fuerzas. Y hacerlo sin soltar palabrotas, en silencio para que mi hija no se despertara -si es que estaba durmiendo-, aumentó el reto.

Cuando amaneció, había yo terminado. Al poco rato Rebecca entró en la sala, con su oso de peluche bajo el brazo, fingiendo asombro y viéndose tan cansada como lo estaba yo. Su sorpresa tal vez haya sido falsa, pero su alegría fue absolutamente genuina y me conmueve hasta el día de hoy, 34 años después. Mi hija me había alentado a hacer algo que no creía yo poder lograr. Era algo para ella y, como mucho de lo que significa el privilegio de ser padre, logró aflorar lo mejor de mí y me permitió disipar algunas dudas respecto a mis habilidades. Ahora que lo recuerdo, tal vez había verdadera sorpresa en su rostro al ver la Casa de Ciudad, no por el regalo en sí, sino porque estaba ensamblada y seguía en pie bajo la luz matutina. O bien pudo ser algo más sencillo: quizá se sorprendió porque había pensado armarla ella misma.





jueves, 28 de diciembre de 2017

Dulzura compartida



Cada 25 de diciembre mi madre espera que sus hijos estén presentes en casa, intercambien regalos y coman pavo. Y cuando se pone su suéter navideño, más vale que todos se animen. Como era natural, yo iba a ser la primera Jorres en rebelarse. Por ser la segunda de tres hermanos y artista, quería seguir mis propias reglas y adoptar tradiciones nuevas. Una biografía de Flannery O'Connor me dio la idea: pasaría la Navidad ien una colonia de artistas! Nadie se alegró con la noticia. Por la forma como se quejó mi mamá, parecía que iba a divorciarme de la familia. Pero me mantuve firme e hice planes para mi aventura de invierno en New Hampshire.

La Colonia MacDowell era todo lo que podría yo haber deseado. En ella había 25 o 30 artistas, y era justo como la había imaginado. Me sentía como si fuera un personaje de una estrafalaria película independiente. Al llegar la Nochebuena, ya llevaba yo más de una semana en la colonia. Ver caer la nieve empezaba a aburrirme, pero no se lo habría confesado a nadie nunca. Todo el mundo se divertía de lo lindo. iPaseos en trineo y whisky! iCharlas sesudas frente a la chimenea! Todos felices menos yo. ¿Qué me pasaba? Era la fiesta decembrina de mis sueños: sin renos de plástico paciendo en el jardín de la casa, sin partidos de fútbol americano en la televisión y sin suéteres navideños a la vista. La gente allí ni siquiera decía "Navidad", sino "fiesta". El refinamiento más puro. Entonces, ¿por qué me sentía tan triste? Al final telefoneé a casa desde la sala común. Mi padre contestó, pero apenas oía su voz debido al intenso ruido de fondo de los artistas. Papá bajó el volumen del disco navideño de Stevie Wonder que estaba escuchando y me dijo que mi madre se había ido de compras con mis hermanos. Eso me enfureció: estaban pasando una Navidad estupenda sin mí.

En la mañana de Navidad, aunque caía una fuerte nevada, apareció un paquete grande junto a la puerta de mi habitación. En él estaba anotado mi nombre con la preciosa letra manuscrita de mi mamá. Levanté el paquete como una niña de cinco años. Contenía un pastel relleno con betún rojo, mi favorito, envuelto con un montón de plástico de burbujas. La sencilla tarjeta que lo acompañaba decía: Feliz Navidad. Te queremos mucho. Mientras rebanaba el pastel, todos los artistas me rodearon: jóvenes, viejos, ateos y creyentes. Mamá había enviado un auténtico regalo hecho en casa, no un simple capricho de moda. Fue un pequeño milagro navideño que un pastel haya alcanzado para tantos. Lo comimos con las manos sobre servilletas de papel, para satisfacer un hambre de dulzura que, sin saberlo, todos sentíamos.


lunes, 25 de diciembre de 2017

El niño descalzo



En Navidad,podemos reservar algún momento del día para leer un cuento a nuestros hijos. Es una forma de pasar más tiempo con ellos y de paso educarles en valores de una forma sencilla.

En este caso, el cuento del Niño descalzo, basado en un cuento tradicional francés, nos habla de los valores de generosidad y bondad. Un niño que apenas tienen nada decide ser solidario con otro niño que tiene mucho menos que él. ¿Será recompensado de alguna forma?

Pierre era un niño que había perdido a sus padres y vivía con su tía, una mujer muy egoísta y avariciosa. Ella nunca le demostraba cariño. Ni siquiera le felicitaba por su cumpleaños. El pequeño, sin embargo, tenía un corazón bondadoso. Su tía era tan avara, que desde hacía tiempo no le compraba zapatos. Pierre se tallaba él mismo unos zuecos con un poco de madera.

El 24 de diciembre, Pierre estaba muy nervioso, ya que sabía que esa noche vendría Papá Noel. Esta deseando llegar a casa para dejar sus zuecos junto a la ventana. Sin embargo, al salir de la Misa del Gallo, Pierre vio a un niño muy pobre que tiritaba de frío en un rincón de la acera. No tenía zapatos y vestía de blanco. A Pierre le dio tanta pena, que se quitó uno de sus zuecos y se lo ofreció al niño.

Al regresar a casa, la tía de Pierre se enfureció al verle.

- ¡Ya has perdido uno de tus zuecos!- le gritó al niño- Ahora querrás tallar otro con uno de mis troncos para la chimenea. ¡Me lo tendrás que pagar! Por malo, esta noche en lugar de Papá Noel, vendrá el tío Latiguillo y te traerá carbón.

Pierre se fue muy triste a su cama. Pero antes dejó el zueco que le quedaba junto a la chimenea.

Al día siguiente, Pierre se llevó una gran sorpresa. Se levantó muy temprano, porque apenas podía dormir, y junto a la chimenea descubrió todos los regalos que deseaba recibir: abrigos, ropa nueva, zapatos, cuadernos para el colegio y algún juguete. Pierre fue corriendo a la ventana y al mirar al cielo, descubrió el trineo de Papá Noel que se alejaba. A su lado, viajaba un niño vestido de blanco. El niño al que le regaló su zueco. ¡Era el niño Jesús!


viernes, 23 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad



Un día antes de Navidad, el cura del pequeño pueblo de St. Martin, en los Pirineos franceses, se preparaba para celebrar la misa, cuando empezó a sentir en el aire un perfume delicioso. Era invierno, y hacía mucho que las flores habían desaparecido, pero allí estaba ese aroma tan agradable, como si la primavera se estuviese adelantando.


Intrigado, salió de la iglesia para buscar el origen de semejante maravilla, y acabó encontrando a un muchacho sentado frente a la puerta de la escuela. Junto a él, había una especie de árbol de Navidad completamente dorado.

- Pero, ¡qué belleza de árbol! - dijo el párroco -. ¡Con ese aroma divino que desprende, parece que ha tocado el mismísimo cielo! ¡Y está hecho de oro puro! ¿Dónde lo conseguiste?

El joven no reaccionó con especial alegría a los comentarios del religioso.


- Es cierto que este árbol, como usted lo llama, cada vez ha ido pesando más mientras lo cargaba hasta aquí caminando, y que las hojas se han puesto duras. Pero eso no puede ser oro, y me da miedo pensar en lo que dirán mis padres cuando vean lo que les traigo.

El muchacho relató entonces su historia:

- Hoy por la mañana salí hacia la ciudad de Tarbes para comprar un árbol de Navidad con el dinero que mi madre me había dado. Pero ocurrió que, al cruzar un poblado, vi a una señora mayor, sola, sin familia con quien celebrar la gran fiesta de la Cristiandad, y le di un poco de dinero para la cena, confiado en que luego sabría arrancarle un descuento al vendedor de la floristería.


"Al llegar a Tarbes, pasé frente a la gran prisión, y había allí algunas personas esperando la hora de la visita. Estaban todos tristes, pues iban a pasar esa noche lejos de sus seres queridos. Escuché que algunas de estas personas comentaban que ni siquiera habían conseguido comprar un pedazo de tarta. En ese mismo momento, impulsado por ese romanticismo que tienen los de mi edad, decidí compartir mi dinero con esas personas que lo necesitaban más que yo. Apenas guardaría una mínima cantidad para el almuerzo. Como el florista es amigo de mi familia, seguro que me daría el árbol, a cambio de que yo trabajase para él durante la semana siguiente, pagando así mi deuda.

"Sin embargo, cuando llegué al mercado me enteré de que el florista que conocía no había ido a trabajar. Intenté por todos los medios que alguien me prestase dinero para comprar el árbol en otro lugar, pero fue imposible.


"Me dije a mí mismo que conseguiría pensar mejor con el estómago lleno, así que me dirigí a una fonda, pero se me cruzó un niño que parecía extranjero y me preguntó si podía darle alguna moneda, pues llevaba dos días sin comer. Imaginando que el niño Jesús alguna vez también debió pasar hambre, le entregué a este otro lo poco que me quedaba, y me volví para casa. En el camino de regreso, le rompí una rama a un pino, y luego intenté retocarla, como podándola, pero fue poniéndose así de dura, que parece de metal, y no se parece ni de lejos al árbol de Navidad que mi madre está esperando.


- Pequeño amigo - dijo el cura -, el perfume de este árbol tuyo no deja lugar a dudas: ha sido tocado por los Cielos. Déjame contarte lo que falta de tu historia:

"En cuanto te alejaste de aquella señora, ella inmediatamente pidió a la Virgen María, madre como ella, que te devolviese de alguna manera el favor recibido. Los familiares de los presos pensaron que se habían encontrado con un ángel, y rezaron agradeciéndoles a los ángeles las tartas que consiguieron comprar. Y el niño con el que te cruzaste, por su parte, le dio las gracias a Jesús por haber saciado su hambre.


"La Virgen, los ángeles, y el propio Jesús escucharon las peticiones de toda la gente a la que ayudaste. Cuando rompiste la rama del pino, la Virgen puso en ella el perfume de la misericordia. Mientras caminabas, los ángeles iban tocando sus hojas, transformándolas en oro. Por último, con todo ya concluido, Jesús examinó el trabajo, lo bendijo, y a partir de ahora, a quien toque este árbol de Navidad se le perdonarán los pecados y se le cumplirán los deseos.

Y así ocurrió. Cuenta la leyenda que el pino sagrado aún se encuentra en St. Martin; pero su poder es tal que su bendición alcanza a todos los que ayudan al prójimo en la víspera de la Navidad, por muy lejos que se encuentren de este pequeño pueblo de los Pirineos.