miércoles, 26 de octubre de 2016

Elvira Madigan & Sixten Sparre



En 1889, un teniente del ejército sueco, el conde Sixten Sparre (Thommy Berggren), y una acróbata danesa, Elvira Madigan (Pia Degermark), alias Hedvig Jensen, se suicidan en un bosque de Dinamarca. Antes se habían escapado, dejando el primero a su mujer e hijos, y la segunda, a sus padres y al circo. Una acróbata es un ser con alas, las alas marcan la diferencia entre una historia de amor mortal y otra inmortal. 


Platón, en Fedro, dice: «Llaman, por cierto, a Eros alado los mortales, los inmortales Pteros, porque fuerza a criar alas». Sixten y Elvira son semidioses, sin que ellos lo sepan, aunque la trapecista es más consciente del honor y la carga que esto les va a traer. 


Lo dejan todo por el amor y se dejan conducir por el designio del dios que es dulce al comienzo y agrio al final. Como los dioses tienen su propio idioma, en este caso: las miradas, el silencio y esa música de Mozart que los acompañará en su huida hacia ninguna parte. 


«Muchas palabras han perdido sentido para mí y otras desconocidas han cobrado vida», dice Sixten. Eros provoca el deseo en los humanos, Pteros es el deseo mismo. Sixten y Elvira ven la realidad de manera diferente, se bastan ellos mismos y todo lo demás les estorba. Al dejar el ejército se ha convertido en un desertor, en un pacifista que quiere compartir el amor con la naturaleza.


Elvira sigue practicando sus equilibrios, con las cuerdas de colgar la ropa que ella reafirma. Elvira tiene alas, cría alas, conserva las alas en plenitud y esta capacidad, que su amante no tiene, la hace ser más fuerte y más consciente que él, a pesar de que su rostro bellísimo le da una apariencia de fragilidad. 


Elvira enamoró a Sixten aunque él piense lo contrario para echarse la culpa de los males que este acontecimiento les está produciendo. Los enamorados han abandonado todas las formas de vida normal. La única preocupación que tienen es la de estar el uno con el otro, todo lo demás no tiene la más mínima importancia. 


Ya lo escribió Platón, igualmente en el Fedro y en el mismo pasaje antes mencionado: «Olvida a madre, hermanos y amigos; a la ruina de su fortuna, ocasionada por su descuido, no le concede ninguna importancia, menospreciando todas las normas de conducta y todas las buenas maneras de que antes se vanagloriaba, y dispuesta a la esclavitud y a dormir donde se le permita, con tal de que sea lo más cerca posible del objeto de su deseo».


Moral, buenas costumbres, orden, todo queda postergado frente al ensimismamiento del deseo y del amor. ¿Habría que huir de Eros y volver a la normalidad? Pero cuando se es la encarnación misma no se puede huir. 


Elvira lo sabe, ella ya tenía alas, a Sixten le están saliendo, por eso tiene dolorosas y agradables sensaciones, son sus alas que le están brotando, es el destino que le está naciendo sin que él pueda tomar decisión alguna. 


El amor cambia por completo a los amantes y les hace comenzar un tiempo nuevo que solo es presente. Eros lo extingue todo y provoca una locura, y le hace crecer alas a las almas de los amantes. Eros es una invasión, una enfermedad que quema, asfixia, devora los sentidos y todos los órganos.


 Nadie lo puede combatir cuando se posesiona de sus «víctimas». El teniente Sixten ha sido derrotado por el dios alado. Algo inesperado. En una de las comidas campestres, una botella de vino se derrama sobre el mantel blanco y un cuchillo junto a una manzana (fue Safo quien comparó a una muchacha con una manzana) todavía sin mondar. 


Mal agüero. Se acaban de conocer y no necesitan contarse nada. Elvira es una conocida artista que actuó en las más importantes ciudades de Europa, entre ellas Venecia, donde cruzó uno de los canales a la luz de las antorchas y con el sonido de una gran orquesta.


El teniente le pregunta a su amada si tienen derecho a ser tan felices, si se puede ser tan feliz:


-¿Nos está permitido tener esto? Algún día podremos escoger nuestra forma de vida. Más de una. Cuando la gente admita que uno cambia.


Piensa el teniente que se han adelantado a su tiempo, pero está equivocado, pues todos los amantes lo están en cualquier tiempo, pues el tiempo convencional no influye en ellos. 


La pareja vagabundea por en medio de un paisaje acorde con la belleza de su amor: lagos, ríos, dunas, el mar. «El amor no es tomar los ojos de otra persona para experimentar el mundo como el ser amado lo ve y lo siente ¿No es eso el amor?». Sixten es el más teórico, a Elvira le sobran las teorías, sabe que con amor no se puede «untar el pan». Pero cuando la pasión ha prendido en los cuerpos es ya demasiado tarde para recomponer lo roto. Y si este amor es perseguido y castigado solo hay un camino para mantenerlo incólume. 


El teniente reúne pan, huevos, mantequilla y envuelve su pistola en la servilleta. Lo coloca y dispone todo acorde en la cesta de mimbre que los acompaña. Elvira no sabe nada pero lo presiente todo. Caminan, se cruzan con niños jugando en el campo. 


Ella desfallece y se sientan a comer. Él coge la pistola y le dice a la muchacha que no puede hacerlo, pero Elvira (que como he dicho antes es la más fuerte de ambos) le conmina a que lo haga, pues no tienen otra alternativa para salvar su amor. Él duda. Ella se pone a perseguir mariposas. 


Entonces suena un tiro e, inmediatamente después, otro. El deseo, la pasión es un instante sin escapatoria. ¿Quién no hubiera huido con Elvira Madigan? Crear alas, alimentar alas, nunca cortarlas. ¡Qué mejor morir contemplando semejante rostro angelical! Helena no murió en Troya, Helena sigue viviendo en cada generación y en cada uno de nosotros. 

Por tanto, con permiso de Homero, «no es extraño que aún los hombres / del siglo XXI / por una mujer tal sigan padeciendo / duraderos dolores».



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